Olfateando el sentido
Ireri Campos
"El olfato indica con menos certeza el lugar de donde procede un olor; pero el gusto y el tacto sólo tienen la exacta noción del objeto que tocan."
Leonardo Da Vinci.
Leonardo Da Vinci.
Como todos los días, te subes en un vagón del metro y de repente percibes el bouquet del sudor extremo; no obstante, de las docenas de personas que allí viajan, no logras descubrir a quién pertenece la pestilencia. A ver, responde: ¿Quién de las 4 chicas que están sentadas junto a ti esperando la entrevista de trabajo huele a perfume de frutas? ¿Cuál de los diez bebés de la sala de maternidad es el que tiene caca en el pañal? ¿Cuál de todas las casas de mi calle es la culpable de una fuga de gas? ¡Ajá! El olfato es un sentido rápido y envolvente, pero poco certero para atinar a primera olida, de dónde procede un hedor. ¿A poco no? Pasamos por una calle y de pronto el olfato “pesca” el aroma a tacos al pastor, pero por más que volteamos no localizamos el puesto. ¡¿Y ahora qué hacemos con esta hambre que se nos despertó?!
Decimos: huele rico, huele feo, huele a quemado, huele a chocolate, huele a coladera, huele a café, huele a limpio, huele a pueblo. Pero no siempre tenemos la evidencia en nuestras manos. Y es que el dominio del olfato es la indeterminación, el juego de la ambigüedad. Lo inefable procede de sus entrañas y muy pocas veces se materializa, entonces aparece la incomodidad y la frustración. Por ejemplo, cuando vamos leyendo muy a gusto en el microbús y de pronto, una fragancia a desechos fecales inunda el ambiente, ni pa´ dónde hacerse, diría mi abuela. Fruncimos el ceño y tenemos que usar los dedos para taparnos la nariz; los más valientes se aguantan, están acostumbrados a pasar por allí todos los días y quizá el conocimiento de que un canal de aguas negras está cerca, disminuye la ingrata sorpresa aromática.
Y es que nuestro olfatillo capta periferias odoríferas fuera del alcance de los otros sentidos, pero no tiene vocación de flecha asertiva. Sólo avisa, previene y estimula para que la inteligencia haga su trabajo. Como un día que, en el cine, percibí un olor indefinido (como a podrido) este hecho me impidió ver tranquilamente la cinta, pues me di a la tarea de localizar a como diera lugar el origen del olor. Incluso me permití suponer que quizás fuese una rata muerta debajo de alguna butaca. Miré hacia ambos lados, debajo del asiento, olí las palomitas, traté de captar si era el aire acondicionado y ¡hasta me revisé las suelas de los zapatos! Pero luego de un rato y mucho sufrimiento, encontré la causa: cada vez que el señor que estaba sentado de tras de mí se reía, dejaba escapar la difunta rata de su aliento. Me cambié de butaca y asunto arreglado.
Y hablando de esto, cuando a un buen investigador o detective se le dice que tiene buen olfato, se alude precisamente a su inteligencia, astucia y asertividad. El sustantivo se convierte en adjetivo; el sentido, en gracia.
El olfato también protege vidas. Es harto común que un ama de casa salve a su familia de morirse achicharrada cuando detecta por el aroma a quemado que ha dejado la plancha prendida o cuando la flama de la estufa se ha apagado. Pero este sentido olfatoso también tiene humor negro, nos bromea y juega a las escondidillas. Muchas veces estamos seguros de dónde proviene el tufo y resulta que, cuando nos acercamos para cerciorarnos, el aroma se muda a otro lugar y nunca terminamos de encontrarlo (como si fuera un pececillo entre la manos) o luego simplemente desaparece como un fantasma.
En cambio, otros sentidos como el tacto o el gusto necesitan la cercanía del objeto sentido para poder realizar su función. No puedo sentir la tersura de tu piel si estás a dos metros de distancia, ni puedo masticar las papas a la francesa de los de la mesa de junto. Nunca podremos enchilarnos con tan sólo ver los chiles en el puesto del mercado y jamás sentir el calor de la arena del desierto si no la tocan nuestros pies. Según algunos especialistas, incluso el gusto se ve mermado si el olfato no funciona bien.
Tal vez pueda cerrar los ojos y recordar la sedosidad del pelo de mi gato o saborear otra vez el plato de pozole que me comí ayer. También podría recordar el aroma de la loción de un ex novio, describir la casa de mi niñez o tararear la canción que me cantaba mi abuela, pero aquí no hablamos de la memoria de los sentidos, sino de su actividad presente y constante.
Poseemos, pues, sentidos de largo y corto alcance. Vista, oído y olfato hacen suyas realidades distantes, incluso inalcanzables. No así el gusto y el tacto para quienes es necesario atrapar a los objetos con sus garras y fauces para crearlos ciertos a nuestro entendimiento.
El olfato, sin embargo, permite que cualquier olor irrumpa en nosotros con todo su poder, como los recuerdos o la nostalgia, sometiendo a nuestra voluntad. Somos vulnerables ante sus facultades, sumisos cual árboles sorprendidos por ráfagas de viento. Es el poeta de los cinco, el que construye en nuestro intelecto y sensación la presencia de la ausencia.
Decimos: huele rico, huele feo, huele a quemado, huele a chocolate, huele a coladera, huele a café, huele a limpio, huele a pueblo. Pero no siempre tenemos la evidencia en nuestras manos. Y es que el dominio del olfato es la indeterminación, el juego de la ambigüedad. Lo inefable procede de sus entrañas y muy pocas veces se materializa, entonces aparece la incomodidad y la frustración. Por ejemplo, cuando vamos leyendo muy a gusto en el microbús y de pronto, una fragancia a desechos fecales inunda el ambiente, ni pa´ dónde hacerse, diría mi abuela. Fruncimos el ceño y tenemos que usar los dedos para taparnos la nariz; los más valientes se aguantan, están acostumbrados a pasar por allí todos los días y quizá el conocimiento de que un canal de aguas negras está cerca, disminuye la ingrata sorpresa aromática.
Y es que nuestro olfatillo capta periferias odoríferas fuera del alcance de los otros sentidos, pero no tiene vocación de flecha asertiva. Sólo avisa, previene y estimula para que la inteligencia haga su trabajo. Como un día que, en el cine, percibí un olor indefinido (como a podrido) este hecho me impidió ver tranquilamente la cinta, pues me di a la tarea de localizar a como diera lugar el origen del olor. Incluso me permití suponer que quizás fuese una rata muerta debajo de alguna butaca. Miré hacia ambos lados, debajo del asiento, olí las palomitas, traté de captar si era el aire acondicionado y ¡hasta me revisé las suelas de los zapatos! Pero luego de un rato y mucho sufrimiento, encontré la causa: cada vez que el señor que estaba sentado de tras de mí se reía, dejaba escapar la difunta rata de su aliento. Me cambié de butaca y asunto arreglado.
Y hablando de esto, cuando a un buen investigador o detective se le dice que tiene buen olfato, se alude precisamente a su inteligencia, astucia y asertividad. El sustantivo se convierte en adjetivo; el sentido, en gracia.
El olfato también protege vidas. Es harto común que un ama de casa salve a su familia de morirse achicharrada cuando detecta por el aroma a quemado que ha dejado la plancha prendida o cuando la flama de la estufa se ha apagado. Pero este sentido olfatoso también tiene humor negro, nos bromea y juega a las escondidillas. Muchas veces estamos seguros de dónde proviene el tufo y resulta que, cuando nos acercamos para cerciorarnos, el aroma se muda a otro lugar y nunca terminamos de encontrarlo (como si fuera un pececillo entre la manos) o luego simplemente desaparece como un fantasma.
En cambio, otros sentidos como el tacto o el gusto necesitan la cercanía del objeto sentido para poder realizar su función. No puedo sentir la tersura de tu piel si estás a dos metros de distancia, ni puedo masticar las papas a la francesa de los de la mesa de junto. Nunca podremos enchilarnos con tan sólo ver los chiles en el puesto del mercado y jamás sentir el calor de la arena del desierto si no la tocan nuestros pies. Según algunos especialistas, incluso el gusto se ve mermado si el olfato no funciona bien.
Tal vez pueda cerrar los ojos y recordar la sedosidad del pelo de mi gato o saborear otra vez el plato de pozole que me comí ayer. También podría recordar el aroma de la loción de un ex novio, describir la casa de mi niñez o tararear la canción que me cantaba mi abuela, pero aquí no hablamos de la memoria de los sentidos, sino de su actividad presente y constante.
Poseemos, pues, sentidos de largo y corto alcance. Vista, oído y olfato hacen suyas realidades distantes, incluso inalcanzables. No así el gusto y el tacto para quienes es necesario atrapar a los objetos con sus garras y fauces para crearlos ciertos a nuestro entendimiento.
El olfato, sin embargo, permite que cualquier olor irrumpa en nosotros con todo su poder, como los recuerdos o la nostalgia, sometiendo a nuestra voluntad. Somos vulnerables ante sus facultades, sumisos cual árboles sorprendidos por ráfagas de viento. Es el poeta de los cinco, el que construye en nuestro intelecto y sensación la presencia de la ausencia.