Otra oportunidad*
René Ostos
—¡Hay que quemarlo!
En ese momento su existencia se resumía en una palabra: dolor. La golpiza lo había dejado inerte, ya no miraba ni articulaba palabras, pero seguía escuchando. Quién sabe qué milagro maligno lo mantenía consciente.
—¡Hay que quemarlo!— Gritaba la multitud con rabia ciega.
Sobre su cabeza el chorro de gasolina sonó como un golpeteo sordo. Se horrorizó. Rogaba por un milagro, cualquier cosa que lo salvara de aquella horrible muerte. Un estruendo hizo cimbrar toda la plaza. De pronto ya no escuchó nada, ni una palabra, ni un sonido, nada. El dolor había desaparecido. ¿Estaba muerto? Abrió los ojos. Vio rostros desencajados, ademanes violentos inconclusos; la muchedumbre seguía ahí, destilando odio, ebria de sangre, pero inmóvil, como si se tratara de estatuas o maniquíes iluminados por antorchas artificiales.
Al girar se vio a sí mismo tirado en el piso, hecho un bulto sanguinolento, un despojo con el rostro informe por los golpes. El silencio era total, toda actividad existente en el mundo parecía estar limitada a su pensamiento. Era como si su conciencia flotara en el espacio, un espacio que se había detenido. Se desplazó alrededor de la turba, todos estaban quietos, nadie se movía, nadie respiraba. ¿Qué estaba pasando?
Se alejó de ahí. Su trayecto era errático, como si no conociera su propio pueblo. Llegó a casa de su abuela: su casa. La vieja estaba inclinada sobre el fogón, haciendo café, sus ojos se veían más tristes en el inmóvil resplandor del fuego. Sobre la mesa había una ollita de frijoles, un par de platos y jarritos de barro. La anciana, que más que abuela era su madre porque la segunda lo había abandonado cuando era un niño, lo esperaba para cenar.
En ese momento su existencia se resumía en una palabra: dolor. La golpiza lo había dejado inerte, ya no miraba ni articulaba palabras, pero seguía escuchando. Quién sabe qué milagro maligno lo mantenía consciente.
—¡Hay que quemarlo!— Gritaba la multitud con rabia ciega.
Sobre su cabeza el chorro de gasolina sonó como un golpeteo sordo. Se horrorizó. Rogaba por un milagro, cualquier cosa que lo salvara de aquella horrible muerte. Un estruendo hizo cimbrar toda la plaza. De pronto ya no escuchó nada, ni una palabra, ni un sonido, nada. El dolor había desaparecido. ¿Estaba muerto? Abrió los ojos. Vio rostros desencajados, ademanes violentos inconclusos; la muchedumbre seguía ahí, destilando odio, ebria de sangre, pero inmóvil, como si se tratara de estatuas o maniquíes iluminados por antorchas artificiales.
Al girar se vio a sí mismo tirado en el piso, hecho un bulto sanguinolento, un despojo con el rostro informe por los golpes. El silencio era total, toda actividad existente en el mundo parecía estar limitada a su pensamiento. Era como si su conciencia flotara en el espacio, un espacio que se había detenido. Se desplazó alrededor de la turba, todos estaban quietos, nadie se movía, nadie respiraba. ¿Qué estaba pasando?
Se alejó de ahí. Su trayecto era errático, como si no conociera su propio pueblo. Llegó a casa de su abuela: su casa. La vieja estaba inclinada sobre el fogón, haciendo café, sus ojos se veían más tristes en el inmóvil resplandor del fuego. Sobre la mesa había una ollita de frijoles, un par de platos y jarritos de barro. La anciana, que más que abuela era su madre porque la segunda lo había abandonado cuando era un niño, lo esperaba para cenar.
***
—Siéntate, Ramiro, ya va estar el café.
—Don Luis no me pagó.
—Hay que vender la gallina.
—Pero es la única que nos queda.
La vieja ya no contestó, sirvió el café, se sentó a la mesa y cenaron en silencio. Ramiro aprovechó la tensa calma para pensar sobre un trabajo que le habían ofrecido.
***
—…pues ya te dije, si quieres dinero, jala con nosotros.
—¿Y si nos atoran?
—No pasa nada, solamente atoran a los pendejos, pero tú no eres pendejo, ¿o sí, Ramiro?
—¿Y si nos atoran?
—No pasa nada, solamente atoran a los pendejos, pero tú no eres pendejo, ¿o sí, Ramiro?
***
Eran las 7:30 de la noche, en la Santísima Trinidad se celebraba la misa de sábado. La casa del cura, ubicada atrás de la iglesia, se encontraba sola. Entraron por el frente, la reja estaba abierta, caminaron por el empedrado hasta la puerta de la casa y rompieron el cristal de una ventana.
—¡Están robando en la casa del padre!
Un vecino del pueblo los había visto entrar en la propiedad, ante la sospecha se acercó a la reja y alcanzó a distinguir entre la penumbra cómo rompían la ventana.
Los otros dos ladrones corrieron hacia la parte trasera de la casa. Ramiro los siguió, ellos hábilmente treparon sobre un árbol, subieron a la barda y saltaron hacia la calle. Él habría hecho lo mismo, pero la rama de la que se sostenía se rompió, haciéndolo caer y lastimarse un tobillo.
—¡Andan en la parte de atrás, clarito vi que allá corrieron!
Ramiro se incorporaba apenas cuando una patada certera en el estómago lo devolvió al piso. Luego vino otra que le cimbró la cabeza. Una más en la espalda. Luego otra…
—¡Yo no hice nada, por favor ya no me peguen! ¡Ay, Diosito! ¡Ay!
Cada súplica enfurecía más a los verdugos, y embravecidos arreciaban el castigo, como si cada golpe que dieran los acercara más a Dios.
En pocos minutos, casi medio centenar de hombres, entre golpes, escupitajos y patadas, arrastraron al desafortunado ladrón hacia la plaza.
—¡Es el nieto de Doña Mari, la que vive en la Loma del conche!
—Así fuera el hijo del presidente municipal, esas chingaderas no se hacen. Mira que robarle al padre Arturo. ¡Eso no tiene perdón de Dios!
—Pero el padre ya dijo que no le robaron nada.
—Porque no le dimos tiempo a este cabrón, pero ahora verás como nunca volverá a pasar algo así…
Y al ya mallugado ladrón, le llovieron más golpes, que más que de rabia eran de un gozo secreto y enfermo, de alegría malsana.
—¡Hay que quemarlo!
—¡Quémenlo!
—¡Están robando en la casa del padre!
Un vecino del pueblo los había visto entrar en la propiedad, ante la sospecha se acercó a la reja y alcanzó a distinguir entre la penumbra cómo rompían la ventana.
Los otros dos ladrones corrieron hacia la parte trasera de la casa. Ramiro los siguió, ellos hábilmente treparon sobre un árbol, subieron a la barda y saltaron hacia la calle. Él habría hecho lo mismo, pero la rama de la que se sostenía se rompió, haciéndolo caer y lastimarse un tobillo.
—¡Andan en la parte de atrás, clarito vi que allá corrieron!
Ramiro se incorporaba apenas cuando una patada certera en el estómago lo devolvió al piso. Luego vino otra que le cimbró la cabeza. Una más en la espalda. Luego otra…
—¡Yo no hice nada, por favor ya no me peguen! ¡Ay, Diosito! ¡Ay!
Cada súplica enfurecía más a los verdugos, y embravecidos arreciaban el castigo, como si cada golpe que dieran los acercara más a Dios.
En pocos minutos, casi medio centenar de hombres, entre golpes, escupitajos y patadas, arrastraron al desafortunado ladrón hacia la plaza.
—¡Es el nieto de Doña Mari, la que vive en la Loma del conche!
—Así fuera el hijo del presidente municipal, esas chingaderas no se hacen. Mira que robarle al padre Arturo. ¡Eso no tiene perdón de Dios!
—Pero el padre ya dijo que no le robaron nada.
—Porque no le dimos tiempo a este cabrón, pero ahora verás como nunca volverá a pasar algo así…
Y al ya mallugado ladrón, le llovieron más golpes, que más que de rabia eran de un gozo secreto y enfermo, de alegría malsana.
—¡Hay que quemarlo!
—¡Quémenlo!
***
Quizá todo era un sueño, un delirio provocado por los golpes, pero todo era tan detallado que era imposible que no fuera verdad.
Miró detenidamente el interior de la casa, como apresando la imagen en la memoria: un par de petates, unas cobijas, el fogón, la mesa, tres sillas, algunos trastes y una caja con su escasa ropa y documentos. A la luz de las llamas inertes, volvió a mirar a la anciana, su piel morena llena de arrugas, el gris de su cabello, sus manos secas, lo raído de su vestido, sus sandalias rotas, las grietas en sus talones de tanto andar la tierra. Quiso tocarla, darle un abrazo, mas no tenía cuerpo para hacerlo, pues se había quedado en la plaza. Tenía muchas ganas de llorar, pero físicamente le era imposible.
Y la consciencia errante de Ramiro, completamente desahuciada, pensó que el tiempo no se detendría para siempre.
Salió de ahí, recorrió el pueblo, visitó todos los lugares que le eran significativos: la primaria donde estudió hasta el tercer grado, el naranjo que tantas veces le había aplacado el hambre; la casa de Bertita, la que fuera su novia hasta que el cólera se la llevó; el taller de don Luis; la cancha de tierra y la casa de su padrino. Fue ahí donde vio algo de lo más normal, pero dada la situación, aquello resultaba extraño. Su padrino, sentado en un tocón junto a la casa, custodiado por un xoloitzcuintle petrificado, fumaba despreocupadamente su pipa, haciendo aritos de humo mientras la conciencia de Ramiro se acercaba.
—Te estaba esperando, Ramiro.
—¿Sabía que vendría? ¿Qué está pasando? ¿Cómo es que puede verme?
—Sé muchas cosas que desconoces y lo que está pasando tiene relación con esas cosas, pero no es momento de dar explicaciones.
—Es todo eso que hace con las hierbas, el humo y las palabras, ¿verdad?
—No importa ahora. Estás aquí porque quise darte un regalo.
—¿Qué regalo?
El viejo chamán ya no contestó, una gran masa de humo brotó de su boca y envolvió a Ramiro hasta que todo se oscureció.
Miró detenidamente el interior de la casa, como apresando la imagen en la memoria: un par de petates, unas cobijas, el fogón, la mesa, tres sillas, algunos trastes y una caja con su escasa ropa y documentos. A la luz de las llamas inertes, volvió a mirar a la anciana, su piel morena llena de arrugas, el gris de su cabello, sus manos secas, lo raído de su vestido, sus sandalias rotas, las grietas en sus talones de tanto andar la tierra. Quiso tocarla, darle un abrazo, mas no tenía cuerpo para hacerlo, pues se había quedado en la plaza. Tenía muchas ganas de llorar, pero físicamente le era imposible.
Y la consciencia errante de Ramiro, completamente desahuciada, pensó que el tiempo no se detendría para siempre.
Salió de ahí, recorrió el pueblo, visitó todos los lugares que le eran significativos: la primaria donde estudió hasta el tercer grado, el naranjo que tantas veces le había aplacado el hambre; la casa de Bertita, la que fuera su novia hasta que el cólera se la llevó; el taller de don Luis; la cancha de tierra y la casa de su padrino. Fue ahí donde vio algo de lo más normal, pero dada la situación, aquello resultaba extraño. Su padrino, sentado en un tocón junto a la casa, custodiado por un xoloitzcuintle petrificado, fumaba despreocupadamente su pipa, haciendo aritos de humo mientras la conciencia de Ramiro se acercaba.
—Te estaba esperando, Ramiro.
—¿Sabía que vendría? ¿Qué está pasando? ¿Cómo es que puede verme?
—Sé muchas cosas que desconoces y lo que está pasando tiene relación con esas cosas, pero no es momento de dar explicaciones.
—Es todo eso que hace con las hierbas, el humo y las palabras, ¿verdad?
—No importa ahora. Estás aquí porque quise darte un regalo.
—¿Qué regalo?
El viejo chamán ya no contestó, una gran masa de humo brotó de su boca y envolvió a Ramiro hasta que todo se oscureció.
***
De nueva cuenta estaba en la plaza, rodeado de la muchedumbre. Los gritos seguían, pero no entendía lo que gritaban. Los cerillos se apagaron al ser frotados contra la lija de las cajas. La gasolina que cubría su cuerpo fue absorbida por el bidón de plástico del que había salido. La gente volvió a golpearlo, pero esta vez cada golpe se llevaba una porción de dolor. Ramiro era una esponja que absorbía su propia sangre. Sus dientes volaron desde el piso hasta su boca, tapando los boquetes. Su rostro amoratado se iba rosagando a cada golpe, la inflamación de sus carnes iba cediendo a cada impacto.
Ramiro fue arrastrado hacia la casa del cura, las cortadas de las rodillas se iban cerrando al contacto con el filo de las piedras. Mientras lo pateaban, se revolvió desesperado en la tierra del jardín, desmagullándose. Sobre una rama, voló hasta el árbol del que había bajado. Reptó hacia el piso y corrió de espaldas angustiado junto con los otros dos ladrones hasta la puerta de la casa. El corazón le dio un vuelco. Un vecino gritó dando la alarma. Ramiro se calmó. Los vidrios saltaron del suelo y se unieron formando el cristal de la puerta. Los tres ladrones se asomaron por la ventana: no había nadie. Después salieron a la calle y cerraron la reja tras de sí.
Ramiro fue arrastrado hacia la casa del cura, las cortadas de las rodillas se iban cerrando al contacto con el filo de las piedras. Mientras lo pateaban, se revolvió desesperado en la tierra del jardín, desmagullándose. Sobre una rama, voló hasta el árbol del que había bajado. Reptó hacia el piso y corrió de espaldas angustiado junto con los otros dos ladrones hasta la puerta de la casa. El corazón le dio un vuelco. Un vecino gritó dando la alarma. Ramiro se calmó. Los vidrios saltaron del suelo y se unieron formando el cristal de la puerta. Los tres ladrones se asomaron por la ventana: no había nadie. Después salieron a la calle y cerraron la reja tras de sí.
***
—…pues ya te dije, si quieres dinero, jala con nosotros.
Ramiro permaneció en silencio varios segundos, se sentía desorientado,confundido, como si después de un largo sueño hubiera despertado en un lugar extraño.
—¿Entonces qué? ¿Le entras o no?
Titubeó unos segundos más, pero finalmente contestó — No, no le entro.
Ramiro permaneció en silencio varios segundos, se sentía desorientado,confundido, como si después de un largo sueño hubiera despertado en un lugar extraño.
—¿Entonces qué? ¿Le entras o no?
Titubeó unos segundos más, pero finalmente contestó — No, no le entro.
*Imitatio auctoris de Viaje a la semilla, de Alejo Carpentier.