Purgatorio Express
Rodrigo Castro Moral*
La brasa del cigarrillo recorta la silueta de Laura en la penumbra. Está sentada en el suelo, con las piernas cruzadas y la cabeza colgando. Tiene los hombros caídos. La espalda arqueada. Un mechón de pelo anaranjado, florecido en las puntas, le cubre un flanco del rostro demacrado. Sentada de esa manera, Laura parece una marioneta desahuciada, un boxeador a medio noquear.
Me empino la botella y trago un sorbo de cerveza caliente, desabrida, sin mucho gas. Chupo con ansias el filtro del cigarrillo y de forma instintiva empiezo a detallar los cambios que en estos últimos años han ido deshojando a mi mujer. Ha aumentado considerablemente de peso, le ha empezado a crecer una papada debajo del mentón y la piel alrededor de sus axilas ha perdido tersura y flexibilidad. Arrugas prematuras le surcan la frente, los párpados y las comisuras de los labios. Le han salido manchas en la piel, manchas y granos.
Me masajeo la frente ensayando muecas de malestar. Condeno en silencio mi falta de sensibilidad, mi desfachatez y mal gusto, y a forma de contraargumento enumero aplicadamente sus atributos. Barajo pacientemente sus virtudes, sus fortalezas y aciertos. Pero no hay caso. Ni su inquebrantable honestidad ni su estoica abnegación ni su infinita bondad mueven algo en mí. Ni una fibra. Ni un pelo. Nada. Trato de recordar si alguna vez sentí por ella algo distinto a lo que siento ahora. Es un ejercicio antojadizo, injusto y triste, pero sobre todo inútil. Sí, inútil porque al final, por más que uno trata, no se puede elegir lo que se siente.
Con el dedo índice de la mano que menos domina, Laura dibuja líneas sobre la alfombra. Tal vez son símbolos zodiacales. Tal vez letras de un alfabeto incierto. Imagino que ella también incurrirá en cuestionamientos como los míos, en crueles ejercicios como este, al fin y al cabo yo también me he ido marchitando con el tiempo. Se me ha caído el pelo y se me han soltado los dientes. Tengo bolsas violáceas bajo los ojos y mi abdomen cuelga como una impúdica bolsa de cuero. Hace años que no camino con la espalda recta y me han brotado pelos en las orejas, en la nariz y en los dedos de los pies. Cada vez me resulta más difícil controlar los exabruptos estomacales y de mi líbido mejor ni hablar. “El tiempo es un amante cruel,” pienso en inglés, empinándome la cerveza hasta vaciar la botella. Dejo escapar un eructo pausado, voy a la cocina y abro la ventana que da a la calle. Respiro con fuerza la cocción de olores urbanos; olores rancios, espesos, mezcla de emanaciones orgánicas y sintéticas. Inhalo una bocanada de nicotina y con los ojos empañados miro hacia afuera, hacia la nube de smog que tiñe de gris el atardecer otoñal, hacia los signos de neón que empiezan a alumbrar las fachadas de los locales nocturnos, hacia las prostitutas que empiezan a pulular como polillas alrededor del Narragonia Inn. Me apoyo en el marco de la ventana y suspirando con melancolía, concluyo que esto ya no da para más. No tiene sentido. No vale la pena. Laura y yo ya no nos queremos. A duras penas nos soportamos. Compartimos un departamento, una cama y un baño. Y ya está. Lo que hoy nos mantiene juntos no es más que la monotonía, la comodidad de saber que juntando los dos cheques nos alcanza. Nada más. ¿No sería mejor, entonces, dar por concluido este asunto cuando aún nos queda algo de juventud? Laura acaba de cumplir 34 años. Yo soy tres años mayor. Todavía tenemos tiempo de rehacer nuestras vidas. Nuestras opciones, a pesar de todo, siguen intactas. Si lo analizamos con cuidado, con la cabeza fría, lo más sensato a estas alturas, lo más sano y honesto sería dar por terminada esta relación.
Una corriente de aire trae de afuera los vestigios de una canción romántica. Es una canción de Miriam Hernández que más de alguna vez Laura y yo bailamos abrazados, su mejilla en mi pecho, mi mentón en su frente. El fuego atroz de una pasión desesperada, dice la letra, la inquietud alborotada por el hambre retrasada, huele a peligro. Sonrío con dejos de desencanto. Lanzo lo que queda del cigarrillo por la ventana y haciendo de tripas corazón, decido que llegó el momento de poner punto final a este vínculo.
Salgo de la cocina a tranco firme, sintiendo una mezcla de antelación y nerviosismo, rumbo al living. Tomo asiento en el suelo, al lado de Laura. La miro con cariño, un cariño genuino, cansado y triste, y cuando nuestros ojos se encuentran, bajo la mirada y apoyo una mano en su rodilla. Clareo la garganta y en el momento preciso en el que voy a exponer mis argumentos para dar por terminada esta etapa de nuestras vidas, Laura me desarma con su voz de emperatriz:
“Estoy embarazada.”
Algo se desliza por mi espina dorsal, algo helado y viscoso que me cristaliza la sangre y me atrofia las articulaciones. Trato de decir algo. Cualquier cosa. Pero no encuentro las palabras. No me salen. Entonces me pongo de pie y vuelvo trastabillando a la cocina. Abro el refrigerador y escarbo entre yogures, verduras y frascos de condimentos hasta que encuentro la última cerveza que queda. Abro la botella con los dientes. Escupo la tapa y trago cerveza hasta que me falta el aire.
Laura me llama desde el living y su voz de sirena, profunda y etérea, amplificada por un eco improbable, me produce escalofríos. Abro la llave del lavaplatos, sumerjo la cabeza en el chorro y permanezco largo rato así, bajo el agua, con los ojos cerrados y respirando por la boca, repitiendo en silencio, como papagayo, frases de aliento en las que ni siquiera pienso.
Cuando por fin logro recuperar algo de calma, cierro la llave y me seco con un paño deshilachado. Suspiro con fuerza y el aire que me infla los pulmones huele a amoníaco, a metal oxidado. Tomo un sorbo de cerveza y luego dejo la botella a medio vaciar dentro del lavaplatos. Me limpio la nariz. Me arreglo el pelo. Ensayo una mueca neutral, casi inexpresiva, y antes de volver al living, al lado de Laura, miro la hoja del calendario que cuelga en una de las paredes de la cocina.
Hoy es dos de Noviembre.
Día de todos los difuntos.
Me empino la botella y trago un sorbo de cerveza caliente, desabrida, sin mucho gas. Chupo con ansias el filtro del cigarrillo y de forma instintiva empiezo a detallar los cambios que en estos últimos años han ido deshojando a mi mujer. Ha aumentado considerablemente de peso, le ha empezado a crecer una papada debajo del mentón y la piel alrededor de sus axilas ha perdido tersura y flexibilidad. Arrugas prematuras le surcan la frente, los párpados y las comisuras de los labios. Le han salido manchas en la piel, manchas y granos.
Me masajeo la frente ensayando muecas de malestar. Condeno en silencio mi falta de sensibilidad, mi desfachatez y mal gusto, y a forma de contraargumento enumero aplicadamente sus atributos. Barajo pacientemente sus virtudes, sus fortalezas y aciertos. Pero no hay caso. Ni su inquebrantable honestidad ni su estoica abnegación ni su infinita bondad mueven algo en mí. Ni una fibra. Ni un pelo. Nada. Trato de recordar si alguna vez sentí por ella algo distinto a lo que siento ahora. Es un ejercicio antojadizo, injusto y triste, pero sobre todo inútil. Sí, inútil porque al final, por más que uno trata, no se puede elegir lo que se siente.
Con el dedo índice de la mano que menos domina, Laura dibuja líneas sobre la alfombra. Tal vez son símbolos zodiacales. Tal vez letras de un alfabeto incierto. Imagino que ella también incurrirá en cuestionamientos como los míos, en crueles ejercicios como este, al fin y al cabo yo también me he ido marchitando con el tiempo. Se me ha caído el pelo y se me han soltado los dientes. Tengo bolsas violáceas bajo los ojos y mi abdomen cuelga como una impúdica bolsa de cuero. Hace años que no camino con la espalda recta y me han brotado pelos en las orejas, en la nariz y en los dedos de los pies. Cada vez me resulta más difícil controlar los exabruptos estomacales y de mi líbido mejor ni hablar. “El tiempo es un amante cruel,” pienso en inglés, empinándome la cerveza hasta vaciar la botella. Dejo escapar un eructo pausado, voy a la cocina y abro la ventana que da a la calle. Respiro con fuerza la cocción de olores urbanos; olores rancios, espesos, mezcla de emanaciones orgánicas y sintéticas. Inhalo una bocanada de nicotina y con los ojos empañados miro hacia afuera, hacia la nube de smog que tiñe de gris el atardecer otoñal, hacia los signos de neón que empiezan a alumbrar las fachadas de los locales nocturnos, hacia las prostitutas que empiezan a pulular como polillas alrededor del Narragonia Inn. Me apoyo en el marco de la ventana y suspirando con melancolía, concluyo que esto ya no da para más. No tiene sentido. No vale la pena. Laura y yo ya no nos queremos. A duras penas nos soportamos. Compartimos un departamento, una cama y un baño. Y ya está. Lo que hoy nos mantiene juntos no es más que la monotonía, la comodidad de saber que juntando los dos cheques nos alcanza. Nada más. ¿No sería mejor, entonces, dar por concluido este asunto cuando aún nos queda algo de juventud? Laura acaba de cumplir 34 años. Yo soy tres años mayor. Todavía tenemos tiempo de rehacer nuestras vidas. Nuestras opciones, a pesar de todo, siguen intactas. Si lo analizamos con cuidado, con la cabeza fría, lo más sensato a estas alturas, lo más sano y honesto sería dar por terminada esta relación.
Una corriente de aire trae de afuera los vestigios de una canción romántica. Es una canción de Miriam Hernández que más de alguna vez Laura y yo bailamos abrazados, su mejilla en mi pecho, mi mentón en su frente. El fuego atroz de una pasión desesperada, dice la letra, la inquietud alborotada por el hambre retrasada, huele a peligro. Sonrío con dejos de desencanto. Lanzo lo que queda del cigarrillo por la ventana y haciendo de tripas corazón, decido que llegó el momento de poner punto final a este vínculo.
Salgo de la cocina a tranco firme, sintiendo una mezcla de antelación y nerviosismo, rumbo al living. Tomo asiento en el suelo, al lado de Laura. La miro con cariño, un cariño genuino, cansado y triste, y cuando nuestros ojos se encuentran, bajo la mirada y apoyo una mano en su rodilla. Clareo la garganta y en el momento preciso en el que voy a exponer mis argumentos para dar por terminada esta etapa de nuestras vidas, Laura me desarma con su voz de emperatriz:
“Estoy embarazada.”
Algo se desliza por mi espina dorsal, algo helado y viscoso que me cristaliza la sangre y me atrofia las articulaciones. Trato de decir algo. Cualquier cosa. Pero no encuentro las palabras. No me salen. Entonces me pongo de pie y vuelvo trastabillando a la cocina. Abro el refrigerador y escarbo entre yogures, verduras y frascos de condimentos hasta que encuentro la última cerveza que queda. Abro la botella con los dientes. Escupo la tapa y trago cerveza hasta que me falta el aire.
Laura me llama desde el living y su voz de sirena, profunda y etérea, amplificada por un eco improbable, me produce escalofríos. Abro la llave del lavaplatos, sumerjo la cabeza en el chorro y permanezco largo rato así, bajo el agua, con los ojos cerrados y respirando por la boca, repitiendo en silencio, como papagayo, frases de aliento en las que ni siquiera pienso.
Cuando por fin logro recuperar algo de calma, cierro la llave y me seco con un paño deshilachado. Suspiro con fuerza y el aire que me infla los pulmones huele a amoníaco, a metal oxidado. Tomo un sorbo de cerveza y luego dejo la botella a medio vaciar dentro del lavaplatos. Me limpio la nariz. Me arreglo el pelo. Ensayo una mueca neutral, casi inexpresiva, y antes de volver al living, al lado de Laura, miro la hoja del calendario que cuelga en una de las paredes de la cocina.
Hoy es dos de Noviembre.
Día de todos los difuntos.
*Nacido en Santiago, Chile; bibliotecario académico, erradicado en Boston, Massachusetts, Estados Unidos. [email protected]