Salvaje es el Viento
Rudy Tolentino*
Las carcajadas de los niños llegaban en sordina hasta oídos de Ramón Magos. Precisamente aquel día estuvieron infames. Subieron en tropel a la sala, Rodrigo y Yeye arrebatándose el primer lugar de la carrera. Atrás la vocecita de Cati acompañaba el escándalo, excitadísima por la locura que traían sus hermanos. En otras circunstancias Ramón les habría reclamado que pusieran así a la niña. Habría gritado: ¡Que la chingada! ¡Luego la niña no puede dormir por las fiebres que le provocan! Pero era justo lo que Cati adoraba, que sus hermanos la pusieran a girar. El asunto es que vinieron corriendo hasta Ramón, el señor absorto ante un partido de futbol en la televisión sin audio y quien apenas distrajo la mirada para reconocer aquella presencia pueril.
-¡Papá –era Yeye-, ¿verdad que Santaclós te manda dinero para nuestros regalos?!
Apenas corría agosto pero el chico anticipaba lógicas retorcidas y siempre adecuadas a sus intereses.
-¡Que no, entiéndelo!
Era Rodrigo.
-¿No ves que en el Polo Norte no hay Banco Azteca? ¿Verdad, papá?
El mayor estaba convirtiéndose en terrorista de las ilusiones de su hermano y cada vez le importaba menos evidenciarlo. Tenían hambre porque aquel día Magos los ignoró llanamente dejándolos rebotar por toda la casa a su albedrío. No llegaron a la escuela por negligencia de Ramón. Se sacaron los zapatos y quedaron uniformados y comieron los sándwiches mirando televisión en la recámara. Pero a estas alturas (doce horas después que todo comenzó) los chicos ya no sabían cómo asimilar la extraña actitud de su padre, quien desde la mañana, cuando se gritoneó con Nina antes de llevarla al trabajo, no había vuelto a pronunciar una sola palabra, como si tuviera la lengua desmayada, el habla clausurada. En cambio había apañado la libreta de español de Yeye y una de sus plumas y desde entonces todo lo que ese día Ramón Magos tuvo que decir a sus hijos lo escribió en oraciones breves, a veces imperativos de una sola palabra, otras ocupando toda una hoja con letras que redactaba apretando furiosamente labios y bolígrafo, con la cabeza de los dedos enrojecida por la constricción, a veces también rasgando la hoja, como impotente de expresar una profundidad severa, como si tuviera una piedra al rojo vivo atorada en la garganta, lancinándole, como una enorme represa continental, peor aún, como una adicción muy, muy fuerte.
Salieron a ver cómo conseguían comida. Magos no traía más que unos cuantos pesos y ella no regresaba. Afuera las ráfagas de viento eran súbitas y anticipaban una tormenta. Apenas abrir la puerta el clan Magos descubrió a un sujeto botado a la entrada de su casa, quien roncando profundamente de borracho. Ramón dedujo que se trataría de algún obrero al final de una violenta francachela. No era un hombre gordo, sino agigantado y de melena y barba crecidas como Francesco Di Giacomo. Magos rompió su voto de silencio y en seco y con los labios aún prensados masculló con rabia que se trataba de Santaclós. E instó a los chicos para aprovechar y pedir sus regalos de una buena vez, empujándolos rudamente por la espalda hacia el sujeto derribado. Ahí estaba la prole Magos, estudiando con escepticismo al extraño y decrépito Noel cuando Yeye aventuró una de las suyas.
-Papito. ¿Puedo darle una patada?
Ramón Magos ponderó la extraña solicitud y no halló objeción, simplemente alzó los hombros. Yeye cundió aquella bolsa humana. De inmediato Rodrigo se prendió y no dejó de apuntarse, le pasó encima de ida y vuelta. Entonces, predeciblemente Cati también reclamó su parte de aquel festín de ignominia. Así que Magos se vio obligado a montarla a horcajadas sobre el bulto y hacerle caballito. En medio de la faena revisó los bolsillos del sujeto y le encontró un billete de quinientos.
Pasaron por pizza y una bomba de refresco al Boogie´s. Comieron precipitadamente dentro del auto haciendo el cochinero habitual. Luego fueron a la gasolinera a cargar y apenas entraron al espacio iluminado de la estación de servicio, los chicos se pusieron alerta y se levantaron estirando los cuellos grotescamente para investigar dónde se encontraban, como si Magos trajera crías de ganso como pasajeros. A veces sus propios hijos le revolvían el estómago. Eran unos chismosos fatales y ello le caía muy mal. Magos bajó de coche bufando búfalos. Metió ciento cincuenta pesos al tanque para que le sobrara para unos cigarros y un traguito en el Ruli´s. Aprovechó para entrar al baño de la estación. Avanzó y dejó el coche en ralentí frente a los sanitarios. Bajó y pagó el derecho de uso a un anciano que lo saludó inclinando la cabeza y diciendo “pásele, mi jefe”. Cuando Ramón Magos volvió al coche se encontró con un Yeye obstinado en arremedar al viejo.
-“Pásele mi jefe” -dijo ridículamente cuando Ramón se dejó caer en el asiento.
Magos recurrió a la estrategia de ignorarlo. Había un mensaje de Nina en el celular: Salgo en treinta minutos. Me adelanto y nos encontramos frente al Plaza. Magos resopló de resentimiento. Abrió la guantera y sacó unas plaquitas de goma de mascar. Los chicos se le fueron encima como jauría porque a todos se les antojó mascar chicle en aquel puto momento. Magos sentía que lo hundían. Había sólo tres tiras de Adam´s. Repartió y se quedó sin nada.
-Gracias, mi jefe -Yeye se había entablado haciéndose el sátiro.
En lo único que Ramón era capaz de pensar era en que el fuego que Nina le enciende nada más se apaga sometiéndola. Se preguntaba si todavía sería posible. Pero al emerger de sus pensamientos ofuscados ahí estaba Yeye con los ojos en blanco, sacudiéndose como un loco retintín, perdiendo definitivamente la cordura.
-Sí, mi jefe. No, mi jefe. Sí, mi jefe…
Pero Ramón no explotó, lo que era grave, porque significaba que la cosa iba en serio. Por lo menos el Plaza estaba a unas cuadras de la gasolinera, así que los Magos llegaron rápido y se estacionaron frente a ese hotel de prestigio. Ramón encendió la radio. Los chicos estaban saciados y resacados de su propio desquicio. Magos descubrió lo que tenía frente sus ojos: el parabrisas del coche estaba cruzado por una falla expandida a lo largo del cristal. Más allá, al otro lado de la avenida, al pie del recibidor del hotel, un hombre y una mujer que platicaban dentro de un coche lujoso se aproximaron para decirse algo íntimo o besarse. Luego la mujer descendió y el vehículo arrancó perdiéndose entre el follaje de luces de la avenida. Era Nina. Miró su reloj y esparció una mirada sibilina en derredor. Magos y la mujer de pie en la acera del Plaza esperaron cerca de veinte minutos cada quien en su posición. A ella el viento le revolvía la cabellera. A él, el observarla lo escocía. Luego la mujer revisó un mensaje en su teléfono y localizó el coche familiar al otro lado del bulevar. Cruzó las calles de ambos sentidos con ese delicioso andar en puntas, con el viento avivándole ese irrecusable halo erótico. Los chicos se pusieron contentos de verla. Yeye se precipitó a contarle lo del falso Santaclós, de cómo lo tundieron, de que no habían ido a la escuela, de cómo habían pasado aquel día, y que además necesitaba un cuaderno de español nuevo. Nina lo tranquilizó, colocó una mueca comprometida por faltar a clases. Rodrigo casi adolescente rechazó el beso que le insinuaron. Cati fue a acurrucarse en los brazos de su madre despreciando ahora al mundo. Por lo demás, Nina se sorprendió de que ya hubieran cenado porque, entre otras cosas, para ello esperó hasta tarde en el trabajo, para comprometer el adelanto de su sueldo. ¿Qué no se lo explicó a Ramón esta mañana? ¿No fue ése el motivo de la fuerte discusión? Ramón Magos Estrada y Nina Servín Agüero se observaron gélidamente durante un infierno de trance, ultimándose en silencio con una reserva criminal. ¿Cómo estás?, aventuró Nina. Magos no podía hablar, sentía los labios lacrados con su oscura atrabilis y no traía el cuaderno de Yeye, en el que habría rayoneado: ¡Al menos péinate, carajo! Afuera se desató una tormenta. Adentró la voz radiofónica rubricaba aseverando ser una estación para gente como tú. La familia Magos se largó a casa. Ramón necesitaba un cigarro. A Ramón le urgía un coñac.
-¡Papá –era Yeye-, ¿verdad que Santaclós te manda dinero para nuestros regalos?!
Apenas corría agosto pero el chico anticipaba lógicas retorcidas y siempre adecuadas a sus intereses.
-¡Que no, entiéndelo!
Era Rodrigo.
-¿No ves que en el Polo Norte no hay Banco Azteca? ¿Verdad, papá?
El mayor estaba convirtiéndose en terrorista de las ilusiones de su hermano y cada vez le importaba menos evidenciarlo. Tenían hambre porque aquel día Magos los ignoró llanamente dejándolos rebotar por toda la casa a su albedrío. No llegaron a la escuela por negligencia de Ramón. Se sacaron los zapatos y quedaron uniformados y comieron los sándwiches mirando televisión en la recámara. Pero a estas alturas (doce horas después que todo comenzó) los chicos ya no sabían cómo asimilar la extraña actitud de su padre, quien desde la mañana, cuando se gritoneó con Nina antes de llevarla al trabajo, no había vuelto a pronunciar una sola palabra, como si tuviera la lengua desmayada, el habla clausurada. En cambio había apañado la libreta de español de Yeye y una de sus plumas y desde entonces todo lo que ese día Ramón Magos tuvo que decir a sus hijos lo escribió en oraciones breves, a veces imperativos de una sola palabra, otras ocupando toda una hoja con letras que redactaba apretando furiosamente labios y bolígrafo, con la cabeza de los dedos enrojecida por la constricción, a veces también rasgando la hoja, como impotente de expresar una profundidad severa, como si tuviera una piedra al rojo vivo atorada en la garganta, lancinándole, como una enorme represa continental, peor aún, como una adicción muy, muy fuerte.
Salieron a ver cómo conseguían comida. Magos no traía más que unos cuantos pesos y ella no regresaba. Afuera las ráfagas de viento eran súbitas y anticipaban una tormenta. Apenas abrir la puerta el clan Magos descubrió a un sujeto botado a la entrada de su casa, quien roncando profundamente de borracho. Ramón dedujo que se trataría de algún obrero al final de una violenta francachela. No era un hombre gordo, sino agigantado y de melena y barba crecidas como Francesco Di Giacomo. Magos rompió su voto de silencio y en seco y con los labios aún prensados masculló con rabia que se trataba de Santaclós. E instó a los chicos para aprovechar y pedir sus regalos de una buena vez, empujándolos rudamente por la espalda hacia el sujeto derribado. Ahí estaba la prole Magos, estudiando con escepticismo al extraño y decrépito Noel cuando Yeye aventuró una de las suyas.
-Papito. ¿Puedo darle una patada?
Ramón Magos ponderó la extraña solicitud y no halló objeción, simplemente alzó los hombros. Yeye cundió aquella bolsa humana. De inmediato Rodrigo se prendió y no dejó de apuntarse, le pasó encima de ida y vuelta. Entonces, predeciblemente Cati también reclamó su parte de aquel festín de ignominia. Así que Magos se vio obligado a montarla a horcajadas sobre el bulto y hacerle caballito. En medio de la faena revisó los bolsillos del sujeto y le encontró un billete de quinientos.
Pasaron por pizza y una bomba de refresco al Boogie´s. Comieron precipitadamente dentro del auto haciendo el cochinero habitual. Luego fueron a la gasolinera a cargar y apenas entraron al espacio iluminado de la estación de servicio, los chicos se pusieron alerta y se levantaron estirando los cuellos grotescamente para investigar dónde se encontraban, como si Magos trajera crías de ganso como pasajeros. A veces sus propios hijos le revolvían el estómago. Eran unos chismosos fatales y ello le caía muy mal. Magos bajó de coche bufando búfalos. Metió ciento cincuenta pesos al tanque para que le sobrara para unos cigarros y un traguito en el Ruli´s. Aprovechó para entrar al baño de la estación. Avanzó y dejó el coche en ralentí frente a los sanitarios. Bajó y pagó el derecho de uso a un anciano que lo saludó inclinando la cabeza y diciendo “pásele, mi jefe”. Cuando Ramón Magos volvió al coche se encontró con un Yeye obstinado en arremedar al viejo.
-“Pásele mi jefe” -dijo ridículamente cuando Ramón se dejó caer en el asiento.
Magos recurrió a la estrategia de ignorarlo. Había un mensaje de Nina en el celular: Salgo en treinta minutos. Me adelanto y nos encontramos frente al Plaza. Magos resopló de resentimiento. Abrió la guantera y sacó unas plaquitas de goma de mascar. Los chicos se le fueron encima como jauría porque a todos se les antojó mascar chicle en aquel puto momento. Magos sentía que lo hundían. Había sólo tres tiras de Adam´s. Repartió y se quedó sin nada.
-Gracias, mi jefe -Yeye se había entablado haciéndose el sátiro.
En lo único que Ramón era capaz de pensar era en que el fuego que Nina le enciende nada más se apaga sometiéndola. Se preguntaba si todavía sería posible. Pero al emerger de sus pensamientos ofuscados ahí estaba Yeye con los ojos en blanco, sacudiéndose como un loco retintín, perdiendo definitivamente la cordura.
-Sí, mi jefe. No, mi jefe. Sí, mi jefe…
Pero Ramón no explotó, lo que era grave, porque significaba que la cosa iba en serio. Por lo menos el Plaza estaba a unas cuadras de la gasolinera, así que los Magos llegaron rápido y se estacionaron frente a ese hotel de prestigio. Ramón encendió la radio. Los chicos estaban saciados y resacados de su propio desquicio. Magos descubrió lo que tenía frente sus ojos: el parabrisas del coche estaba cruzado por una falla expandida a lo largo del cristal. Más allá, al otro lado de la avenida, al pie del recibidor del hotel, un hombre y una mujer que platicaban dentro de un coche lujoso se aproximaron para decirse algo íntimo o besarse. Luego la mujer descendió y el vehículo arrancó perdiéndose entre el follaje de luces de la avenida. Era Nina. Miró su reloj y esparció una mirada sibilina en derredor. Magos y la mujer de pie en la acera del Plaza esperaron cerca de veinte minutos cada quien en su posición. A ella el viento le revolvía la cabellera. A él, el observarla lo escocía. Luego la mujer revisó un mensaje en su teléfono y localizó el coche familiar al otro lado del bulevar. Cruzó las calles de ambos sentidos con ese delicioso andar en puntas, con el viento avivándole ese irrecusable halo erótico. Los chicos se pusieron contentos de verla. Yeye se precipitó a contarle lo del falso Santaclós, de cómo lo tundieron, de que no habían ido a la escuela, de cómo habían pasado aquel día, y que además necesitaba un cuaderno de español nuevo. Nina lo tranquilizó, colocó una mueca comprometida por faltar a clases. Rodrigo casi adolescente rechazó el beso que le insinuaron. Cati fue a acurrucarse en los brazos de su madre despreciando ahora al mundo. Por lo demás, Nina se sorprendió de que ya hubieran cenado porque, entre otras cosas, para ello esperó hasta tarde en el trabajo, para comprometer el adelanto de su sueldo. ¿Qué no se lo explicó a Ramón esta mañana? ¿No fue ése el motivo de la fuerte discusión? Ramón Magos Estrada y Nina Servín Agüero se observaron gélidamente durante un infierno de trance, ultimándose en silencio con una reserva criminal. ¿Cómo estás?, aventuró Nina. Magos no podía hablar, sentía los labios lacrados con su oscura atrabilis y no traía el cuaderno de Yeye, en el que habría rayoneado: ¡Al menos péinate, carajo! Afuera se desató una tormenta. Adentró la voz radiofónica rubricaba aseverando ser una estación para gente como tú. La familia Magos se largó a casa. Ramón necesitaba un cigarro. A Ramón le urgía un coñac.
*Rudy Tolentino (Acapulco 1977). Narrativa y periodismo.