Sarajevo instamatic
(Fragmentos de una guía subjetiva)
Isaí Moreno
Mil geografías para una ciudad
A una hora de Roma, en plenos Balcanes, se llega a Sarajevo sobrevolando Split (ciudad con arcos antiguos entre los que se abre paso gente con atuendos modernos, multicolores). Puede pasarse por Mostar (ciudad con arcos y puentes que rememoran el tiempo), o por Kladanj. Las luces de la ciudad, igual que luciérnagas, puntúan la oscuridad con mayor brillo que las estrellas del cielo bosnio: tal es la impresión del turista que llega de noche a los alrededores de Sarajevo.
Radio Sarajevo
La transmisión radial nace y renace, tiembla en su geografía. Viaja entre laderas escarpadas, vuela en su expansión esférica de onda hertziana, anuncia amaneceres y se deshace en armonías contra el agua del Miljacka. Qué es eso sino música. Todas las voces son sinfonía grave o melodiosa que se va por una calle y luego un sendero o un puente. Radiotransmisor. Hablamos de un número que en mega hertz significa frecuencia modulada.
Radio. Cabina. Electricidad portapalabras que viaja sin detenerse, invisible, rauda como la luz que ilumina la mesa con micrófonos, discos y cintas, y el desvelado locutor habla secretos a su ciudad.
Noche de Sarajevo
Impera el silencio. Un ave desciende a la fuente y despliega las alas. Trae centurias en la memoria genética. Y sed. Al volver la cabeza destellan sus ojos, columbrando acaso huellas de los que fueron y ya no son. Sarajevo duerme. Mira el pájaro el contenido de la fuente: estrellas en el agua, agua que refleja la noche por las noches. Y mientras... caen vertiginosos el tiempo y el espacio: Caen en ellos mismos. Cientos, miles de reflejos en la superficie acuosa vibran al ritmo de los fuegos fatuos en el cielo. Más allá de la vida brilla una luz áurea en la cabeza de cada muerto.
El ave sisea en la orilla de la fuente. Éste es el destello de los vivos, pareciera pensar al ver los brillos estelares en el agua. Ya es música el silencio, el dolor de todos es un acorde de esa sinfonía, también el amor. Pero existir es tornarse en un suave recipiente que recibe en su cavidad la lluvia tibia de las cosas. Todos los muertos quisieran estar vivos –¿pensará eso el ave negra?– y son tantos los vivos que no lo saben. En la cercanía del parque se escucha un grillo que distrae al pájaro. Canto de insecto que es el canto de la noche y que envuelve los árboles, los edificios, la ciudad, la estrella y la fuente, al ave misma. Memoria de los siglos en uno solo (no siglos, segundos fugaces) haciendo dar destellos a la noche. La noche de Sarajevo. La noche de los hombres. Sólo entonces, después de sacudir el cuervo su plumaje, se humedece el pico y bebe.
Zoom
Se va por Sarajevo como quien anda por una calle del mundo. Si no se es ciudadano del dolor se lo es del mediodía. Ahora se sabe que los medios días en Sarajevo iluminan rincones cerrados. Pero se debe caminar por cada calle para corroborarlo, por ejemplo, y sentir que por un sector de Senoina huele a flores embriagadas de sol, y por Musala se perciben huellas de animales diminutos. En las avenidas que obligan nuestra mirada a los bosques, allá al fondo, hay aroma a pan, u olores que pasan a ser otra cosa que recordamos, hasta que vemos niños corriendo. Ya se sabe, alguien siempre dice algo así: “Sarajevo es la ciudad de los niños”. También es el paraje de los viejos que se niegan a la muerte.
Hasta entonces el viajero se percata de que es la risa de Sarajevo la que derrite la nieve del invierno.
Zoom
Los vagabundos, esos fantasmas sin nombre que desvanece el crepúsculo y reaparecen con gemidos desde dentro. ¿Quién puede salvarlos del conocimiento (o del no saber) de las calles? Allá por el hotel Bosnia brillan luces indefinidas, formas imprecisas que se mueven en vaivenes, fuego extraño, acaso lluvia de luz. ¿Pero quién puede conducirlos de regreso al sitio del origen? Las formas, buscando su conformación inicial, se encuentran entre sí para escucharse. Les sale un murmullo apenas. Buscan las bocas que se les han perdido. ¿Dónde sigue el camino? ¿Existe? Si están extraviados o si navegan, los vagabundos de Sarajevo no pueden conocerlo. Extienden las manos, buscan en ese vacío el significado del nombre que llevan en la palma de la mano. Ese nombre. Al igual que criaturas pequeñas, sólo pueden pronunciarlo a medias.
Por el Boulevard Mese Selimivica, caminan de noche vagabundos, o se adentran al estruendo que de vez en vez brilla como resplandor (granada que estalla), y siguen avanzando como mudos en medio de humos a veces tristes y luces distantes y vidrio.
A lo lejos suena la campana remota de la existencia, repiqueteos de cristal frío que son los ecos de otro cristal, acaso el Cristal que un día habrá de recibirnos: donde se olvida cuántos pasos se anduvo, en qué dirección se caminó, de qué paraíso se surgió o de qué sueño se fue arrojado. La campana. En otras partes, en Marsala Tita, en la calle Alipasina, en la Velika Aleja, la gente asoma y contempla hacia lo alto sumergida en reflexiones. Recorren con la mirada lo creado por dioses ahora envejecidos, mientras en otros sitios aprenden la soledad.
Presencias eléctricas que se conforman en derredor. Vagones del metro desplazándose, rompiendo la noche con su avance de metal dentro de mallas de contención. La agonía del sol al centro de la risa. El tiempo: un espacio de risa que deambula de luz en luz, de lámpara en lámpara hasta completar el ciclo de las luces de la ciudad y comenzar de nuevo sin que se sepa en dónde. Zumbidos como de colmena, la incertidumbre de todas partes dispersa en fragmentos de la misma inmensidad. Las multitudes, las almas dispersándose, juntándose en medio de esos zumbidos, cuando el crepúsculo es la luz eléctrica difuminada y la noche el día y el día la noche. Esas luces fantasmales del Boulevard Mese Selimivica se congregan en un intento, de nuevo el intento, de nuevo la necedad y el volver a la carga (¿por qué nadie puede permanecer quieto?). Se juntan para escuchar en el tumulto conjugado, simplemente escuchar e indagar si en esos sonidos desde dentro se puede encontrar, o palpar, y, a tientas, tal vez a rastras, es posible saber en qué se han convertido, si navegan, si hay dirección, si vale la pena seguir buscando.
A una hora de Roma, en plenos Balcanes, se llega a Sarajevo sobrevolando Split (ciudad con arcos antiguos entre los que se abre paso gente con atuendos modernos, multicolores). Puede pasarse por Mostar (ciudad con arcos y puentes que rememoran el tiempo), o por Kladanj. Las luces de la ciudad, igual que luciérnagas, puntúan la oscuridad con mayor brillo que las estrellas del cielo bosnio: tal es la impresión del turista que llega de noche a los alrededores de Sarajevo.
Radio Sarajevo
La transmisión radial nace y renace, tiembla en su geografía. Viaja entre laderas escarpadas, vuela en su expansión esférica de onda hertziana, anuncia amaneceres y se deshace en armonías contra el agua del Miljacka. Qué es eso sino música. Todas las voces son sinfonía grave o melodiosa que se va por una calle y luego un sendero o un puente. Radiotransmisor. Hablamos de un número que en mega hertz significa frecuencia modulada.
Radio. Cabina. Electricidad portapalabras que viaja sin detenerse, invisible, rauda como la luz que ilumina la mesa con micrófonos, discos y cintas, y el desvelado locutor habla secretos a su ciudad.
Noche de Sarajevo
Impera el silencio. Un ave desciende a la fuente y despliega las alas. Trae centurias en la memoria genética. Y sed. Al volver la cabeza destellan sus ojos, columbrando acaso huellas de los que fueron y ya no son. Sarajevo duerme. Mira el pájaro el contenido de la fuente: estrellas en el agua, agua que refleja la noche por las noches. Y mientras... caen vertiginosos el tiempo y el espacio: Caen en ellos mismos. Cientos, miles de reflejos en la superficie acuosa vibran al ritmo de los fuegos fatuos en el cielo. Más allá de la vida brilla una luz áurea en la cabeza de cada muerto.
El ave sisea en la orilla de la fuente. Éste es el destello de los vivos, pareciera pensar al ver los brillos estelares en el agua. Ya es música el silencio, el dolor de todos es un acorde de esa sinfonía, también el amor. Pero existir es tornarse en un suave recipiente que recibe en su cavidad la lluvia tibia de las cosas. Todos los muertos quisieran estar vivos –¿pensará eso el ave negra?– y son tantos los vivos que no lo saben. En la cercanía del parque se escucha un grillo que distrae al pájaro. Canto de insecto que es el canto de la noche y que envuelve los árboles, los edificios, la ciudad, la estrella y la fuente, al ave misma. Memoria de los siglos en uno solo (no siglos, segundos fugaces) haciendo dar destellos a la noche. La noche de Sarajevo. La noche de los hombres. Sólo entonces, después de sacudir el cuervo su plumaje, se humedece el pico y bebe.
Zoom
Se va por Sarajevo como quien anda por una calle del mundo. Si no se es ciudadano del dolor se lo es del mediodía. Ahora se sabe que los medios días en Sarajevo iluminan rincones cerrados. Pero se debe caminar por cada calle para corroborarlo, por ejemplo, y sentir que por un sector de Senoina huele a flores embriagadas de sol, y por Musala se perciben huellas de animales diminutos. En las avenidas que obligan nuestra mirada a los bosques, allá al fondo, hay aroma a pan, u olores que pasan a ser otra cosa que recordamos, hasta que vemos niños corriendo. Ya se sabe, alguien siempre dice algo así: “Sarajevo es la ciudad de los niños”. También es el paraje de los viejos que se niegan a la muerte.
Hasta entonces el viajero se percata de que es la risa de Sarajevo la que derrite la nieve del invierno.
Zoom
Los vagabundos, esos fantasmas sin nombre que desvanece el crepúsculo y reaparecen con gemidos desde dentro. ¿Quién puede salvarlos del conocimiento (o del no saber) de las calles? Allá por el hotel Bosnia brillan luces indefinidas, formas imprecisas que se mueven en vaivenes, fuego extraño, acaso lluvia de luz. ¿Pero quién puede conducirlos de regreso al sitio del origen? Las formas, buscando su conformación inicial, se encuentran entre sí para escucharse. Les sale un murmullo apenas. Buscan las bocas que se les han perdido. ¿Dónde sigue el camino? ¿Existe? Si están extraviados o si navegan, los vagabundos de Sarajevo no pueden conocerlo. Extienden las manos, buscan en ese vacío el significado del nombre que llevan en la palma de la mano. Ese nombre. Al igual que criaturas pequeñas, sólo pueden pronunciarlo a medias.
Por el Boulevard Mese Selimivica, caminan de noche vagabundos, o se adentran al estruendo que de vez en vez brilla como resplandor (granada que estalla), y siguen avanzando como mudos en medio de humos a veces tristes y luces distantes y vidrio.
A lo lejos suena la campana remota de la existencia, repiqueteos de cristal frío que son los ecos de otro cristal, acaso el Cristal que un día habrá de recibirnos: donde se olvida cuántos pasos se anduvo, en qué dirección se caminó, de qué paraíso se surgió o de qué sueño se fue arrojado. La campana. En otras partes, en Marsala Tita, en la calle Alipasina, en la Velika Aleja, la gente asoma y contempla hacia lo alto sumergida en reflexiones. Recorren con la mirada lo creado por dioses ahora envejecidos, mientras en otros sitios aprenden la soledad.
Presencias eléctricas que se conforman en derredor. Vagones del metro desplazándose, rompiendo la noche con su avance de metal dentro de mallas de contención. La agonía del sol al centro de la risa. El tiempo: un espacio de risa que deambula de luz en luz, de lámpara en lámpara hasta completar el ciclo de las luces de la ciudad y comenzar de nuevo sin que se sepa en dónde. Zumbidos como de colmena, la incertidumbre de todas partes dispersa en fragmentos de la misma inmensidad. Las multitudes, las almas dispersándose, juntándose en medio de esos zumbidos, cuando el crepúsculo es la luz eléctrica difuminada y la noche el día y el día la noche. Esas luces fantasmales del Boulevard Mese Selimivica se congregan en un intento, de nuevo el intento, de nuevo la necedad y el volver a la carga (¿por qué nadie puede permanecer quieto?). Se juntan para escuchar en el tumulto conjugado, simplemente escuchar e indagar si en esos sonidos desde dentro se puede encontrar, o palpar, y, a tientas, tal vez a rastras, es posible saber en qué se han convertido, si navegan, si hay dirección, si vale la pena seguir buscando.