Sigue la función
Mario Pantoja
Aún faltaban un par de horas para que el sol se pusiera, pero sus rayos ya habían sido opacados por las nubes que cubrían todo el cielo. El viento húmedo pronosticaba la lluvia. Cuando llevaba cinco minutos caminando, un torrencial aguacero me impidió seguir. Traté de cubrirme de la precipitación en el interior de una tienda de abarrotes y esperé a que pasara el microbús. La chamarra me parecía insuficiente para cubrirme.
La mejor opción era regresarme a casa y dejar para otro día la función del circo. Además era probable que al salir del espectáculo circense estuviera decepcionado, como la última vez que visité uno. Las cortinas de lluvia se abrieron al paso de un letrero: «18 de Marzo». Levanté mi brazo, hice la poderosa señal para que el microbús se detuviera. Salí a su encuentro dando un salto.
Minutos después llegaba a la Vía Adolfo López Mateos, mejor conocida como R1. El microbús giró a la izquierda. Ahí estaba, en medio de la lluvia y el atardecer grisáceo, la carpa azul y blanca del circo, las luces de colores girando a diestra y siniestra, anunciando la próxima función del Gran Circo Ilusión. Descendí de la unidad de transporte que con sus ventanas de bolsas de plástico impidieron que el agua me mojara más.
Caminé unos pasos y escuché el audio anunciando la función con la música de Frozen de fondo. Algo malo debía tener el espectáculo. Pero estaba decidido a entrar, desde las nuevas disposiciones legales que prohíben a los circos tener animales no había ido a uno. Este era el momento para ver si era verdad lo que algunos artistas circenses decían en algunos reportajes que vi: «un circo sin animales no es circo».
Los encharcamientos hicieron que llegara a la taquilla dando saltos sin seguir el ritmo de la música. Un boleto para adulto, veinte pesos. Faltaban veinticinco minutos para que iniciara el espectáculo, no había fila a la entrada, sin duda, seríamos pocos. La taquillera me dijo que ya podía pasar para que no me mojara más de lo que ya estaba.
Traspasé el umbral de la realidad y me encontré con las gradas medio llenas. Estaba a una cuarta parte de su capacidad. No tan vacía como había imaginado. Los payasos pequeños o niños payaso o payasitos diminutos gritaban con alegría la venta de algodones de azúcar, palomitas y refrescos. Así que le hablé a un payasito para que me diera unas palomitas. Una bailarina, que era la que coordinaba los pedidos, regañó al payasito porque no me atendía. Con gritos, risas y payasadas el niño calcetín, después me enteraría que ese era su nombre, me llevó mis palomitas. Sin duda el espectáculo ya había empezado.
La tormenta dejó de escucharse. Los lugares vacíos fueron llenándose. Las luces se apagaron. Se escuchó: “Bienvenidos al Gran Circo Ilusión”, después dijo las medidas de seguridad entre otras cosas aburridas y de poco interés. La música de trompetas y percusiones cesó. El anuncio de los personajes de Frozen retumbó en todos los oídos. Los gritos de los niños disiparon la del presentador. La canción, una de esas que todo el mundo cantaba sobre hacer un muñeco, hizo que en medio de las luces estrobo y azules entraran a la pista los personajes. Anna y Elsa hicieron un número musical con coreografías poco coordinadas. Quizás era momento de salir, pero mejor compré un refresco de naranja y esperé a que el espectáculo me sorprendiera.
Después el presentador anunció a Scarlet, la equilibrista, que subió y bajó una escalera sosteniendo con la boca un cuchillo y en el filo de éste una espada. Luego entraron los payasos, que sin hablar hicieron que las personas siguiéramos el ritmo de la música con aplausos. Lo que ellos no sabían es que había unos enanitos que intentaban degollarlos, pero como eran tan pequeños nunca alcanzaron sus cuellos. Uno de ellos era el payasito calcetín, al que ya había conocido por mis palomitas. Gracias a los pequeños asesinos empecé a reír, casi me ahogaba con las palomitas pero ya me sentía a gusto en el circo.
Juegos pirotécnicos anunciaron la entrada de los trapecistas, dos mujeres y un hombre. Balanceándose de un lado a otro las mujeres volaban a los brazos del trapecista. Sostenidos por una mano o un pie danzaban los trapecistas por los aires. Ellas cayeron a la red de seguridad, la música cambió, era un momento de suspenso. Él se lanzó hasta lo más alto de la lona, donde estuvo suspendido algunos segundos, y cayó a la red con aplausos y gritos.
Las luces se apagaron, seguía el número de los motociclistas suicidas en el globo de la muerte. El faro de la moto y el sonido del motor a toda velocidad se adueñaron del circo. Se iluminó la pista, no había motociclistas suicidas, ni globo de la muerte, se trataba de dos payasitos que hicieron el acto que dio paso a la canción final. Todos los artistas del circo salieron a despedirse, cantando, con sonrisas en los rostros estaban ellos. Con aplausos, felicidad en las miradas y movimientos rítmicos en las manos, estábamos nosotros, el público que se despedía y agradecía esa hora y media que nos llevó a la extraordinaria ficción.
La función había terminado. Crucé la puerta que me condujo a la realidad. Tiré mi vaso de refresco y la bolsa de palomitas en el basurero que estaba al lado de la entrada y los vi. Los únicos tigres, leones, caballos y osos, eran los que estaban rotulados en la fachada del circo. Ni siquiera había jaulas vacías que indicaran su presencia. Sin ningún animal y todavía empapado pero con una gran sonrisa regresé a mi casa del Gran Circo Ilusión. Si los circos sin animales no eran circos, ahora ya lo son.
La mejor opción era regresarme a casa y dejar para otro día la función del circo. Además era probable que al salir del espectáculo circense estuviera decepcionado, como la última vez que visité uno. Las cortinas de lluvia se abrieron al paso de un letrero: «18 de Marzo». Levanté mi brazo, hice la poderosa señal para que el microbús se detuviera. Salí a su encuentro dando un salto.
Minutos después llegaba a la Vía Adolfo López Mateos, mejor conocida como R1. El microbús giró a la izquierda. Ahí estaba, en medio de la lluvia y el atardecer grisáceo, la carpa azul y blanca del circo, las luces de colores girando a diestra y siniestra, anunciando la próxima función del Gran Circo Ilusión. Descendí de la unidad de transporte que con sus ventanas de bolsas de plástico impidieron que el agua me mojara más.
Caminé unos pasos y escuché el audio anunciando la función con la música de Frozen de fondo. Algo malo debía tener el espectáculo. Pero estaba decidido a entrar, desde las nuevas disposiciones legales que prohíben a los circos tener animales no había ido a uno. Este era el momento para ver si era verdad lo que algunos artistas circenses decían en algunos reportajes que vi: «un circo sin animales no es circo».
Los encharcamientos hicieron que llegara a la taquilla dando saltos sin seguir el ritmo de la música. Un boleto para adulto, veinte pesos. Faltaban veinticinco minutos para que iniciara el espectáculo, no había fila a la entrada, sin duda, seríamos pocos. La taquillera me dijo que ya podía pasar para que no me mojara más de lo que ya estaba.
Traspasé el umbral de la realidad y me encontré con las gradas medio llenas. Estaba a una cuarta parte de su capacidad. No tan vacía como había imaginado. Los payasos pequeños o niños payaso o payasitos diminutos gritaban con alegría la venta de algodones de azúcar, palomitas y refrescos. Así que le hablé a un payasito para que me diera unas palomitas. Una bailarina, que era la que coordinaba los pedidos, regañó al payasito porque no me atendía. Con gritos, risas y payasadas el niño calcetín, después me enteraría que ese era su nombre, me llevó mis palomitas. Sin duda el espectáculo ya había empezado.
La tormenta dejó de escucharse. Los lugares vacíos fueron llenándose. Las luces se apagaron. Se escuchó: “Bienvenidos al Gran Circo Ilusión”, después dijo las medidas de seguridad entre otras cosas aburridas y de poco interés. La música de trompetas y percusiones cesó. El anuncio de los personajes de Frozen retumbó en todos los oídos. Los gritos de los niños disiparon la del presentador. La canción, una de esas que todo el mundo cantaba sobre hacer un muñeco, hizo que en medio de las luces estrobo y azules entraran a la pista los personajes. Anna y Elsa hicieron un número musical con coreografías poco coordinadas. Quizás era momento de salir, pero mejor compré un refresco de naranja y esperé a que el espectáculo me sorprendiera.
Después el presentador anunció a Scarlet, la equilibrista, que subió y bajó una escalera sosteniendo con la boca un cuchillo y en el filo de éste una espada. Luego entraron los payasos, que sin hablar hicieron que las personas siguiéramos el ritmo de la música con aplausos. Lo que ellos no sabían es que había unos enanitos que intentaban degollarlos, pero como eran tan pequeños nunca alcanzaron sus cuellos. Uno de ellos era el payasito calcetín, al que ya había conocido por mis palomitas. Gracias a los pequeños asesinos empecé a reír, casi me ahogaba con las palomitas pero ya me sentía a gusto en el circo.
Juegos pirotécnicos anunciaron la entrada de los trapecistas, dos mujeres y un hombre. Balanceándose de un lado a otro las mujeres volaban a los brazos del trapecista. Sostenidos por una mano o un pie danzaban los trapecistas por los aires. Ellas cayeron a la red de seguridad, la música cambió, era un momento de suspenso. Él se lanzó hasta lo más alto de la lona, donde estuvo suspendido algunos segundos, y cayó a la red con aplausos y gritos.
Las luces se apagaron, seguía el número de los motociclistas suicidas en el globo de la muerte. El faro de la moto y el sonido del motor a toda velocidad se adueñaron del circo. Se iluminó la pista, no había motociclistas suicidas, ni globo de la muerte, se trataba de dos payasitos que hicieron el acto que dio paso a la canción final. Todos los artistas del circo salieron a despedirse, cantando, con sonrisas en los rostros estaban ellos. Con aplausos, felicidad en las miradas y movimientos rítmicos en las manos, estábamos nosotros, el público que se despedía y agradecía esa hora y media que nos llevó a la extraordinaria ficción.
La función había terminado. Crucé la puerta que me condujo a la realidad. Tiré mi vaso de refresco y la bolsa de palomitas en el basurero que estaba al lado de la entrada y los vi. Los únicos tigres, leones, caballos y osos, eran los que estaban rotulados en la fachada del circo. Ni siquiera había jaulas vacías que indicaran su presencia. Sin ningún animal y todavía empapado pero con una gran sonrisa regresé a mi casa del Gran Circo Ilusión. Si los circos sin animales no eran circos, ahora ya lo son.