Simplemente, adiós
Robinson Quintero Ruiz*
Luis Eduardo revisó en la cocina primero, y siguió con su cuarto de arriba a abajo. La lluvia de octubre humedecía las paredes de la casa. La pintura en ciertos lugares se veía descolorida, en especial en las paredes que colindaban con el largo callejón. El olor persistente de la humedad lo ponía de mal genio. No deseaba abrir las ventanas porque los mosquitos se metían en bandadas. No tenía insecticida a la mano y no tenía dinero para comprarlo. Encontró el libro que buscaba dentro de un viejo morral que había sido de su hijo mayor. El morral tenía las correderas averiadas. Pensó repararlas, pero notó que el morral estaba demasiado gastado en la parte del fondo.
Vivía en esta vivienda desde que tenía cinco años de edad. Era una casa amplia con un inmenso patio, construida por su abuelo materno y sus tíos luego de lo acontecido con el líder político Jorge Eliecer Gaitán el nueve de abril del año mil novecientos cuarenta y ocho. Por aquel entonces era un barrio de gente obrera y trabajadores independientes. Cuando sus familiares edificaron el lugar todas las paredes estaban pintadas con cal. Tenía ventanales enormes de madera y techo de tejas en una posición de dos aguas. En un principio sólo construyeron tres dormitorios, una sala – comedor y la amplia cocina. El resto era el patio y sus enormes árboles de fruta.
En la radio emitían un programa deportivo local. Hoy tenían como invitado especial a una vieja gloria del fútbol nacional que había caído en desgracia debido al consumo excesivo de drogas alucinógenas y el alcohol. Luis Eduardo decidió apagar la radio y ponerse a leer el libro que había encontrado: La insoportable levedad del ser de Milan Kundera. Era un regalo que le habían dado en la pasada celebración del día del maestro en el colegio donde laboraba por más de seis años. Fue un regalo por parte de los alumnos del grado once. Era una cómoda edición de Tusquets Editores con una imagen en la carátula de La pubertad cercana a las pléyades de Max Ernst. El libro tenía varias de las primeras páginas dobladas y algunas frases resaltadas con un color naranja intenso.
Luis Eduardo leyó una y otra vez una de las frases marcadas. Primero lo hizo de manera mental y luego en voz alta: una vida que desaparece de una vez para siempre, que no retorna, es como una sombra, carece de peso, está muerta de antemano. Había comprado para su hija menor un regalo que la estaba esperando en la mesa de la sala, envuelto en un papel fucsia con un lazo rojo. Era un set de utensilios de cocina que la niña le había pedido la semana anterior. También le había comprado varios ejemplares para colorear con motivos de Disney y sus personajes principales. Él no tenía muchas cosas para dejar ni para corresponder. Nada de esto era una felicidad plena, pero era lo menos que podía a hacer por sus seres queridos. No sabía, exactamente, cuando decidió aceptar irremediable la necedad humana, ese resto del mundo que intentaba ignorar siempre.
Llevaba meses sin usar teléfono celular, redes sociales, ir a grandes centros comerciales o asistir a reuniones sociales o familiares. Sin embargo, algo en su interior no estaba del todo bien. Deseaba hacer una limpieza general con algunas cosas de su vida y lo mismo debía hacer con un montón de cosas que ya no utilizaba para nada. Que el pasado se quedara allí, donde pertenecía. Salió del cuarto y fue a sentarse a la cocina. Las cosas de sus dos hijos mayores iban a ser el mayor problema. Muchas de esas cosas habían sido obsequio de Estela, su antigua pareja y madre de ellos. Quizá ella no estaría de acuerdo en que él tirara a la basura algunos juguetes y ropa de la infancia de sus hijos, que aún, según ella, se mantenían en buen estado. Sólo pensaba en quedarse con la colección de discos en acetato. Eran verdaderas joyas musicales. La casa a esas horas parecía un mar que se alejaba hasta el horizonte.
Luis Eduardo recordó el día en que compró los muebles de la sala y el comedor. Su hijo mayor acababa de cumplir cinco años y saltaba de pura emoción porque ya la casa no se veía tan vacía y triste. Ahora sólo le quedaba el espacio maravilloso del patio para jugar a sus anchas al lado de su hermano y un perro dálmata que le había regalado su padrino Ramiro. Era un tiempo lejano que al recordarlo hacía doler la memoria. Volvió al libro de Kundera para disipar la pesadumbre en su corazón y en su mente. No quería caer en un bajón emocional. No eran más que simples recuerdos de un hombre que ya estaba por alcanzar sus cincuenta años. Encontró una moneda de doscientos pesos sobre el mesón de granito en la cocina. No quiso tomarla. Las frases del libro lo devolvieron a una voraz realidad: la carga más pesada es por lo tanto, a la vez, la imagen de la más intensa plenitud de la vida. Cuanto más pesada sea la carga, más a ras de tierra estará nuestra vida, más real y verdadera será. Cerró el libro y se dijo adiós a sí mismo. Se arregló el pantalón y la camisa. Levantó la mirada y vio la grieta en el yeso del cielo raso que él se había propuesto mandar a arreglar desde el mes anterior. Permaneció un largo momento de pie. El corazón de aquella casa eran sus hijos y su ex-mujer. Había pasado una vida allí con ellos. Una buena vida, cuando él y Estela eran jóvenes y confiados y sabían que el mundo sólo les pertenecía. Luis Eduardo caminó hacia la puerta y sacó las llaves del bolsillo de su pantalón. Miró nuevamente los espacios de la casa y sintió un escalofrío en la espalda, tuvo un ligero tic en su rostro. Todo lo que había sido seguía allí, en todo lo que veía, tocaba y recordaba. Adiós, volvió a repetir, casi en voz alta con pequeñas lágrimas en los ojos.
Abrió la puerta de la calle y miró hacia el auto rojo que estaba detenido en la acera en donde estaba Valentina. Llevaba el libro en su mano. Se lo entregó a la joven mujer y le dio un beso en la boca. En ese momento desaparecieron el susto y la tristeza y se sintió feliz de tener a su lado a alguien como Valentina, a pesar de ser bastante joven para él. Ahora ya estaba cerca de un motivo grande para seguir en pie, alejado del cruel sentimiento que la felicidad y el amor estaban sometidos a la dulce ley de la repetición.
Vivía en esta vivienda desde que tenía cinco años de edad. Era una casa amplia con un inmenso patio, construida por su abuelo materno y sus tíos luego de lo acontecido con el líder político Jorge Eliecer Gaitán el nueve de abril del año mil novecientos cuarenta y ocho. Por aquel entonces era un barrio de gente obrera y trabajadores independientes. Cuando sus familiares edificaron el lugar todas las paredes estaban pintadas con cal. Tenía ventanales enormes de madera y techo de tejas en una posición de dos aguas. En un principio sólo construyeron tres dormitorios, una sala – comedor y la amplia cocina. El resto era el patio y sus enormes árboles de fruta.
En la radio emitían un programa deportivo local. Hoy tenían como invitado especial a una vieja gloria del fútbol nacional que había caído en desgracia debido al consumo excesivo de drogas alucinógenas y el alcohol. Luis Eduardo decidió apagar la radio y ponerse a leer el libro que había encontrado: La insoportable levedad del ser de Milan Kundera. Era un regalo que le habían dado en la pasada celebración del día del maestro en el colegio donde laboraba por más de seis años. Fue un regalo por parte de los alumnos del grado once. Era una cómoda edición de Tusquets Editores con una imagen en la carátula de La pubertad cercana a las pléyades de Max Ernst. El libro tenía varias de las primeras páginas dobladas y algunas frases resaltadas con un color naranja intenso.
Luis Eduardo leyó una y otra vez una de las frases marcadas. Primero lo hizo de manera mental y luego en voz alta: una vida que desaparece de una vez para siempre, que no retorna, es como una sombra, carece de peso, está muerta de antemano. Había comprado para su hija menor un regalo que la estaba esperando en la mesa de la sala, envuelto en un papel fucsia con un lazo rojo. Era un set de utensilios de cocina que la niña le había pedido la semana anterior. También le había comprado varios ejemplares para colorear con motivos de Disney y sus personajes principales. Él no tenía muchas cosas para dejar ni para corresponder. Nada de esto era una felicidad plena, pero era lo menos que podía a hacer por sus seres queridos. No sabía, exactamente, cuando decidió aceptar irremediable la necedad humana, ese resto del mundo que intentaba ignorar siempre.
Llevaba meses sin usar teléfono celular, redes sociales, ir a grandes centros comerciales o asistir a reuniones sociales o familiares. Sin embargo, algo en su interior no estaba del todo bien. Deseaba hacer una limpieza general con algunas cosas de su vida y lo mismo debía hacer con un montón de cosas que ya no utilizaba para nada. Que el pasado se quedara allí, donde pertenecía. Salió del cuarto y fue a sentarse a la cocina. Las cosas de sus dos hijos mayores iban a ser el mayor problema. Muchas de esas cosas habían sido obsequio de Estela, su antigua pareja y madre de ellos. Quizá ella no estaría de acuerdo en que él tirara a la basura algunos juguetes y ropa de la infancia de sus hijos, que aún, según ella, se mantenían en buen estado. Sólo pensaba en quedarse con la colección de discos en acetato. Eran verdaderas joyas musicales. La casa a esas horas parecía un mar que se alejaba hasta el horizonte.
Luis Eduardo recordó el día en que compró los muebles de la sala y el comedor. Su hijo mayor acababa de cumplir cinco años y saltaba de pura emoción porque ya la casa no se veía tan vacía y triste. Ahora sólo le quedaba el espacio maravilloso del patio para jugar a sus anchas al lado de su hermano y un perro dálmata que le había regalado su padrino Ramiro. Era un tiempo lejano que al recordarlo hacía doler la memoria. Volvió al libro de Kundera para disipar la pesadumbre en su corazón y en su mente. No quería caer en un bajón emocional. No eran más que simples recuerdos de un hombre que ya estaba por alcanzar sus cincuenta años. Encontró una moneda de doscientos pesos sobre el mesón de granito en la cocina. No quiso tomarla. Las frases del libro lo devolvieron a una voraz realidad: la carga más pesada es por lo tanto, a la vez, la imagen de la más intensa plenitud de la vida. Cuanto más pesada sea la carga, más a ras de tierra estará nuestra vida, más real y verdadera será. Cerró el libro y se dijo adiós a sí mismo. Se arregló el pantalón y la camisa. Levantó la mirada y vio la grieta en el yeso del cielo raso que él se había propuesto mandar a arreglar desde el mes anterior. Permaneció un largo momento de pie. El corazón de aquella casa eran sus hijos y su ex-mujer. Había pasado una vida allí con ellos. Una buena vida, cuando él y Estela eran jóvenes y confiados y sabían que el mundo sólo les pertenecía. Luis Eduardo caminó hacia la puerta y sacó las llaves del bolsillo de su pantalón. Miró nuevamente los espacios de la casa y sintió un escalofrío en la espalda, tuvo un ligero tic en su rostro. Todo lo que había sido seguía allí, en todo lo que veía, tocaba y recordaba. Adiós, volvió a repetir, casi en voz alta con pequeñas lágrimas en los ojos.
Abrió la puerta de la calle y miró hacia el auto rojo que estaba detenido en la acera en donde estaba Valentina. Llevaba el libro en su mano. Se lo entregó a la joven mujer y le dio un beso en la boca. En ese momento desaparecieron el susto y la tristeza y se sintió feliz de tener a su lado a alguien como Valentina, a pesar de ser bastante joven para él. Ahora ya estaba cerca de un motivo grande para seguir en pie, alejado del cruel sentimiento que la felicidad y el amor estaban sometidos a la dulce ley de la repetición.
*Barranquilla enero 1969. Escritor, docente, comunicador social, traductor, gestor cultural. Actualmente dirige la Gaceta literaria digital Hojalata. Textos suyos han aparecido publicados en revistas literarias a nivel nacional e internacional y en varias antologías literarias desde el año 2010. Tiene publicados los siguientes libros: Tren de largo recorrido (prosa poética) 2007, El lado oscuro del trópico (crónicas urbanas) 2012. Ganador del Concurso Nacional de Poesía Universidad Metropolitana 2008. Ganador del Concurso Nacional de Cuento Universidad Metropolitana 2008. Mención de Honor en el Concurso Nacional de Poesía Ciro Mendía 2008. Mención de Honor en el Concurso Nacional de Poesía Casa de Poesía Silva 2008.