Última voluntad
José Luis Hernández Castellanos*
Pidió que le dejasen enjuagar la boca con un poco de vino, con tan sólo cruzar el umbral de la puerta. Sudado, y muy sorprendido por lo que acabó de hacer, se sentó a la mesa, la que estaba pegada al vidrio y desde donde se veía la plaza adoquinada repleta de gente caminando de un lugar a otro. Sus ojos no miraban más que a sus adentros, aunque, físicamente, los tenía saltones, enfilados a la madera barnizada del tablero cuadrado. El mesero, al verlo en ese notable estado de turbación, se dirigió a él con poca ceremonia porque lo conocía.
––A ver, Juan Ramón, que estáis de hostia ––le dijo––. ¿Vais a beber algo?
Al principio no atinó a deletrear cada una de las palabras del amigo. Su mente, perdida en el espacio ajeno, sólo estuvo atenta a los hechos ocurridos apenas veinte minutos antes; y no lo podía creer, habiendo sido él un hombre de bien beneficiado por la donosura de Dios, según su postura de fe.
––Tráeme un vinillo, Sebastián ––dijo con una voz opaca y quebrada.
––¿Un tinto, el de siempre? ––indagó el mesero para estar seguro.
––No, no… tráeme un Tempranillo blanco, Sebastián, por favor.
Como a esa hora el bar estaba vacío, el pedido no demoró más de dos minutos. El mesero, quien era el mismo dueño que trabajaba a la par que los otros, trajo una media botella, ya abierta, y una copa, y le sirvió. De un tirón, Juan Ramón se bebió el primer sorbo y estiró la mano para que el dueño le repitiera la dosis.
––¿Podéis decirme qué rayos ha pasaʹo contigo? ––le preguntó, y no les quitó la vista a sus ojos medio rojos.
––Todavía tengo la boca seca, Sebastián ––comentó, y el matiz de la mirada sobre su amigo daba una sensación de amargura y rabia a la vez––. Necesito más que enjuagarme la boca… No sé si explotar…
––Pero, ¿qué te ha pasaʹo, joder? ––insistió el dueño, imaginando un suceso fatal––. Me tenéis intrigaʹo, ¿vale?
––Caprichos, Sebastián ––reveló, y se bebió completo el segundo trago––. Son los malditos caprichos que me tienen así.
En eso, el sonajero de la puerta volvió a sonar y eran dos hombres vestidos de constructores que acababan de hacer entrada en el bar. Muy cerca, un edificio, propiedad del ayuntamiento, había entrado en reparación, y cercano a la hora de comer varios de ellos preferían ir al Bar Sebastián y Familia para comerse unos Pasticcios de atún y una Fabada asturiana, que allí la hacían de maravilla. Él mismo los atendió personalmente y les extendió la carta-menú, pero los hombres, quienes eran clientes de los más frecuentes, ordenaron lo mismo.
––Enseguida, señores.
A la cocina entró y dio la orden.
Al mismo tiempo, Juan Ramón ya se había servido tres veces de la botella de Tempranillo blanco. Miró afuera, y se imaginó allí, donde no quería estar, al menos a esa hora, y se vio envuelto en aquella faena. Y no era la primera vez que aquellos caprichos intentaban azuzarlo para hacer lo que nunca quiso, por respeto, o sabe Dios por qué. Sólo que, como trabajador simple, le era muy difícil no complacer las jactancias de su dueña. No fueron pocas las veces que se maldijo por haber aceptado trabajar en aquella casa. Pero, de no hacerlo, imposible hubiera sido mantener el piso donde vivía alquilado. Al regreso, Sebastián se volvió a sentar en la mesa de Juan Ramón.
––A ver, joder, acaba de soltar todo lo que tenéis en mente ––le ordenó.
Juan Ramón iba a hablar en ese preciso momento si no fuera por uno de los constructores.
––Discúlpenos ––le dijo uno de ellos––. ¿Nos podéis traer un Malbec, por favor?
––A su gusto, señores ––acató.
Del puesto se volvió a levantar y se dirigió al bar. Ya el barman tenía la botella en mano para alcanzársela, y allí mismo giró el paso para entregarles el vino tinto a los clientes os pido que me perdonen, caballeros. Casi al sentarse, la campana de la cocina sonó, y era el pedido de la misma mesa. Cuando acomodó a los asiduos clientes, listos ellos para comer, entonces pudo sentarse de nuevo con tranquilidad.
––¿De qué capricho estáis hablando, Juan Ramón? ––le preguntó con mesura, no exento de intriga––. ¿En qué diablos estáis envuelto?
Tuvo que terminar de empinarse el cuarto trago de Tempranillo blanco, barrer el sudor de su frente, dar un respiro de insolvencia, para poder concentrar su respuesta en pocas palabras para conseguir la comprensión del otro.
––Al fin doña Felicia logró lo que quería, Sebastián ––confesó, como si fuera lo último que iba a decir.
––¿De qué carajo estáis hablando, Juan Ramón? ––inquirió el otro, todavía sin entender––. Destrábate, joder.
––Tuve que hacer lo que tanto deseaba ––agregó, y se volvió a servir de la botella de Tempranillo blanco por quinta vez. Con los hombros, Sebastián intentó preguntar de qué iba todo eso.
––Doña Felicia nunca se casó, Sebastián ––acomodó la explicación––. Ella siempre dudaba de un insospechado calor bajo el pubis, y nunca supo explicarse qué era aquello, ¿vale?
––Que sí, que sí… que aquí en este barrio todo el mundo sabe que ella nunca tuvo maridos… pero, ¿qué carajo tenéis tú que ver con eso, Juan Ramón?
––Desde que comencé a trabajar en su casa como su mayordomo ––continuó, luego de servirse vino por sexta vez–– ella ha intentado muchas veces que yo la revise…
––Explícate, explícate, Juan Ramón… y no me dejéis así como un pollo deshuesaʹo, ¿vale?
El otro empezó a sudar de nuevo, tal vez por el efecto de lo que sobrevendría al contarlo todo como era en realidad, justo con todos sus detalles. A su amigo lo miró receloso; el mesero-jefe lo clavó con una mirada desconfiada.
––Tuve que hacerlo, Sebastián ––soltó de pronto, y su amigo se quedó lelo.
––¿Hacer qué, Juan Ramón? ––La indagación se fue más allá. Previó, por la cara que puso el llegado, lo sucedido en el último round con mucho misterio.
––Tuve que revisarle su pubis.
––…¿? ––Sebastián ni cambió el tono del rostro.
––Luego, me ordenó… me ordenó…
Sebastián abrió los ojos al tamaño de dos aceitunas negras y se mantuvo expectante hasta el final. Juan Ramón, antes de soltarlo todo, se echó hacia atrás de un solo movimiento.
––Tuve que meter la lengua ahí, Sebastián.
Hubo una pausa moderada.
––¿Estáis hablando en serio, Juan Ramón? ––preguntó asombrado.
––Me obligó a hacerlo, ¿vale?... Tuve que pasarle la lengua por allí más de tres veces, joder, después de echarle un poco de Pinot Noir que tenía guardada… ni sé si era para esos fines.
Las últimas palabras las dijo sin mirar al frente. En el techo del salón trató de buscar el refugio para el perdón de su pecado. Sebastián no habló; ni lo criticó. Sólo pensó, que cuando él era casi un niño, había trabajado de jardinero en casa de doña Felicia, la afamada Condesa de Rocafort, que vivía en aquella lujosa mansión donde no todos podían entrar y nunca se le conoció relación amorosa alguna. Tampoco era una mujer mala; era, algo así como un ave perdida y desprejuiciada falta de cariño. Una experiencia parecida él la habría sufrido si no hubiera sido por su padre, quien, sin saber de aquel trauma pasional, lo sacó de allí para ponerlo a estudiar en la escuela de gastronomía de la ciudad. Juan Ramón tampoco sabía de aquella historia. Sólo que ahora Sebastián, habiendo sabido ya quién fue el que cayó en el jamo, se sonrió y le puso la mano en el hombro.
––¿No vais a decirme nada, joder? ––preguntó el otro al verlo con una actitud meridiana.
––No, Juan Ramón, no… ––le dijo sonriente––. Acaba de tomarte el Tempranillo blanco; seguro todavía tienes la boca seca.
––A ver, Juan Ramón, que estáis de hostia ––le dijo––. ¿Vais a beber algo?
Al principio no atinó a deletrear cada una de las palabras del amigo. Su mente, perdida en el espacio ajeno, sólo estuvo atenta a los hechos ocurridos apenas veinte minutos antes; y no lo podía creer, habiendo sido él un hombre de bien beneficiado por la donosura de Dios, según su postura de fe.
––Tráeme un vinillo, Sebastián ––dijo con una voz opaca y quebrada.
––¿Un tinto, el de siempre? ––indagó el mesero para estar seguro.
––No, no… tráeme un Tempranillo blanco, Sebastián, por favor.
Como a esa hora el bar estaba vacío, el pedido no demoró más de dos minutos. El mesero, quien era el mismo dueño que trabajaba a la par que los otros, trajo una media botella, ya abierta, y una copa, y le sirvió. De un tirón, Juan Ramón se bebió el primer sorbo y estiró la mano para que el dueño le repitiera la dosis.
––¿Podéis decirme qué rayos ha pasaʹo contigo? ––le preguntó, y no les quitó la vista a sus ojos medio rojos.
––Todavía tengo la boca seca, Sebastián ––comentó, y el matiz de la mirada sobre su amigo daba una sensación de amargura y rabia a la vez––. Necesito más que enjuagarme la boca… No sé si explotar…
––Pero, ¿qué te ha pasaʹo, joder? ––insistió el dueño, imaginando un suceso fatal––. Me tenéis intrigaʹo, ¿vale?
––Caprichos, Sebastián ––reveló, y se bebió completo el segundo trago––. Son los malditos caprichos que me tienen así.
En eso, el sonajero de la puerta volvió a sonar y eran dos hombres vestidos de constructores que acababan de hacer entrada en el bar. Muy cerca, un edificio, propiedad del ayuntamiento, había entrado en reparación, y cercano a la hora de comer varios de ellos preferían ir al Bar Sebastián y Familia para comerse unos Pasticcios de atún y una Fabada asturiana, que allí la hacían de maravilla. Él mismo los atendió personalmente y les extendió la carta-menú, pero los hombres, quienes eran clientes de los más frecuentes, ordenaron lo mismo.
––Enseguida, señores.
A la cocina entró y dio la orden.
Al mismo tiempo, Juan Ramón ya se había servido tres veces de la botella de Tempranillo blanco. Miró afuera, y se imaginó allí, donde no quería estar, al menos a esa hora, y se vio envuelto en aquella faena. Y no era la primera vez que aquellos caprichos intentaban azuzarlo para hacer lo que nunca quiso, por respeto, o sabe Dios por qué. Sólo que, como trabajador simple, le era muy difícil no complacer las jactancias de su dueña. No fueron pocas las veces que se maldijo por haber aceptado trabajar en aquella casa. Pero, de no hacerlo, imposible hubiera sido mantener el piso donde vivía alquilado. Al regreso, Sebastián se volvió a sentar en la mesa de Juan Ramón.
––A ver, joder, acaba de soltar todo lo que tenéis en mente ––le ordenó.
Juan Ramón iba a hablar en ese preciso momento si no fuera por uno de los constructores.
––Discúlpenos ––le dijo uno de ellos––. ¿Nos podéis traer un Malbec, por favor?
––A su gusto, señores ––acató.
Del puesto se volvió a levantar y se dirigió al bar. Ya el barman tenía la botella en mano para alcanzársela, y allí mismo giró el paso para entregarles el vino tinto a los clientes os pido que me perdonen, caballeros. Casi al sentarse, la campana de la cocina sonó, y era el pedido de la misma mesa. Cuando acomodó a los asiduos clientes, listos ellos para comer, entonces pudo sentarse de nuevo con tranquilidad.
––¿De qué capricho estáis hablando, Juan Ramón? ––le preguntó con mesura, no exento de intriga––. ¿En qué diablos estáis envuelto?
Tuvo que terminar de empinarse el cuarto trago de Tempranillo blanco, barrer el sudor de su frente, dar un respiro de insolvencia, para poder concentrar su respuesta en pocas palabras para conseguir la comprensión del otro.
––Al fin doña Felicia logró lo que quería, Sebastián ––confesó, como si fuera lo último que iba a decir.
––¿De qué carajo estáis hablando, Juan Ramón? ––inquirió el otro, todavía sin entender––. Destrábate, joder.
––Tuve que hacer lo que tanto deseaba ––agregó, y se volvió a servir de la botella de Tempranillo blanco por quinta vez. Con los hombros, Sebastián intentó preguntar de qué iba todo eso.
––Doña Felicia nunca se casó, Sebastián ––acomodó la explicación––. Ella siempre dudaba de un insospechado calor bajo el pubis, y nunca supo explicarse qué era aquello, ¿vale?
––Que sí, que sí… que aquí en este barrio todo el mundo sabe que ella nunca tuvo maridos… pero, ¿qué carajo tenéis tú que ver con eso, Juan Ramón?
––Desde que comencé a trabajar en su casa como su mayordomo ––continuó, luego de servirse vino por sexta vez–– ella ha intentado muchas veces que yo la revise…
––Explícate, explícate, Juan Ramón… y no me dejéis así como un pollo deshuesaʹo, ¿vale?
El otro empezó a sudar de nuevo, tal vez por el efecto de lo que sobrevendría al contarlo todo como era en realidad, justo con todos sus detalles. A su amigo lo miró receloso; el mesero-jefe lo clavó con una mirada desconfiada.
––Tuve que hacerlo, Sebastián ––soltó de pronto, y su amigo se quedó lelo.
––¿Hacer qué, Juan Ramón? ––La indagación se fue más allá. Previó, por la cara que puso el llegado, lo sucedido en el último round con mucho misterio.
––Tuve que revisarle su pubis.
––…¿? ––Sebastián ni cambió el tono del rostro.
––Luego, me ordenó… me ordenó…
Sebastián abrió los ojos al tamaño de dos aceitunas negras y se mantuvo expectante hasta el final. Juan Ramón, antes de soltarlo todo, se echó hacia atrás de un solo movimiento.
––Tuve que meter la lengua ahí, Sebastián.
Hubo una pausa moderada.
––¿Estáis hablando en serio, Juan Ramón? ––preguntó asombrado.
––Me obligó a hacerlo, ¿vale?... Tuve que pasarle la lengua por allí más de tres veces, joder, después de echarle un poco de Pinot Noir que tenía guardada… ni sé si era para esos fines.
Las últimas palabras las dijo sin mirar al frente. En el techo del salón trató de buscar el refugio para el perdón de su pecado. Sebastián no habló; ni lo criticó. Sólo pensó, que cuando él era casi un niño, había trabajado de jardinero en casa de doña Felicia, la afamada Condesa de Rocafort, que vivía en aquella lujosa mansión donde no todos podían entrar y nunca se le conoció relación amorosa alguna. Tampoco era una mujer mala; era, algo así como un ave perdida y desprejuiciada falta de cariño. Una experiencia parecida él la habría sufrido si no hubiera sido por su padre, quien, sin saber de aquel trauma pasional, lo sacó de allí para ponerlo a estudiar en la escuela de gastronomía de la ciudad. Juan Ramón tampoco sabía de aquella historia. Sólo que ahora Sebastián, habiendo sabido ya quién fue el que cayó en el jamo, se sonrió y le puso la mano en el hombro.
––¿No vais a decirme nada, joder? ––preguntó el otro al verlo con una actitud meridiana.
––No, Juan Ramón, no… ––le dijo sonriente––. Acaba de tomarte el Tempranillo blanco; seguro todavía tienes la boca seca.
*Narrador y Poeta
Premio Internacional de Poesía UPF Argentina 2020
Email: [email protected] [ESPOSA]
Facebook : /joseluis.hernandezcastellanos.92
Premio Internacional de Poesía UPF Argentina 2020
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