Una logia callada*
Iván Rincón Espríu
Naomi entró a la casa con barro hasta los muslos a beber agua y, quizá porque la saqué de nuevo al patio bajo el cielo gris antes de irme y volver del supermercado, a donde no me permiten entrar con ella, y quizá porque le grito cuando estorba mi paso en momentos de neurosis, parece un poco triste, acaso enferma, como si algo de vida faltara en su existencia. Mientras escribo con la inercia insomne de la madrugada, una vez a salvo de la realidad nacional y mi relación, no menos miserable, con la gente que hace al pueblo del lugar en donde muero, Naomi duerme y guarda en su cálido sueño un silencio de luz tenue, trémula flama en su interior silente. Sin despertarla, onírico remanso de palabras que fluyen como el agua, un poema de Alejandra Pizarnik en su propia voz atrae la tea descalza de otro silencio, llama otra llama: Tahoma entra en cuclillas a la recámara con el collar de Naomi en el cuello y espero entonces que se acueste a mi lado en la cama, pero lo hace junto a la cachorra en el tapete de felpa. “Sssh”, musita mientras acaricia su costado y me niega una mirada, una sonrisa; no se puso el collar para mí, así que la miro y trato de interpretar el subjetivo lenguaje de su cuerpo al unir las palmas de los pies con las piernas en forma de mariposa que aletea, como ejercicio de ballet o algún arte marcial.
La Maga de Cortázar que hizo enloquecer a Oliveira tiene una versión muda y desnuda en Tahoma, joven concubina de gracia infantil que rezuma sensualidad por los poros en cada movimiento, a despecho de Pizarnik, quien se creyó inspiradora del personaje y se lo dijo al autor en la cara: “La Maga soy yo”. El cronopio mayor nunca la sacó del error, pero había escrito Rayuela antes de conocerla y su musa era la intérprete alemana Edith Aron, que primero fue su amiga y después traductora de algunos de sus cuentos al alemán. La relación es bastante conocida hoy y Cortázar la decepcionaría más de una vez, primero al contraer matrimonio con Aurora Bernárdez, luego al descartar la publicación de los cuentos traducidos por ella y finalmente al preferir que fuera otro quien tradujera la novela. Aron conocería las razones del veto al ser publicada la correspondencia del escritor con su editor Francisco Porrúa, en la que parece confundir al personaje literario y su ignorancia con el real, como para seguir hiriendo el alma de la traductora, también escritora con dos libros publicados. A los 90 años de edad (nació en 1923), en el 50 aniversario de Rayuela, ella recordaba con asombrosa nitidez los detalles de un pasado que se remonta a 1950, cuando vio por primera vez al escritor de origen belga en alta mar camino a Francia, y como suele ocurrir cuando una memoria nada olvida, tampoco lo perdonaba.
Pizarnik, por su parte, se suicidó a los 36 años sin saber que no era ella La Maga, pero lo fue por la magia de su legado, una obra literaria muy basta para su edad, en la que destaca la poesía como canto de desencanto con el encanto de la melancolía. Personalmente, prefiero la oscura personalidad de Pizarnik, en parte por atracción identitaria: de la depresión aguda y los trastornos del sueño, como el insomnio, al “trastorno límite de la personalidad”, como llama la siquiatría históricamente criminal a un complejo cuadro de padecimientos incurables, a los que puso fin ella misma tragando 50 cápsulas de barbitúricos. En las últimas grabaciones de su voz, además del sentido necrófilo de sus palabras, es perceptible un decaimiento anímico, un cansancio depresivo y terminal…
Las escritoras suicidas tienen algo en común que toca fibras sensibles, valga el cliché; sus acercamientos a la más profunda locura ponen el dedo en la llaga, valga otro cliché, como asomándose al abismo por una herida abierta. Virginia Woolf, por ejemplo, comenzó a seducirme desde mi primera juventud, cuando leí en una enciclopedia que se había suicidado al percibir que perdía sus facultades mentales; el resumen no es preciso, pero precisamente por ser un resumen ocasionó un sacudimiento interior del que pasé a la curiosidad y de ahí a la fascinación, inclusive por la melancolía de su rostro, que dibujé durante años. Paradójicamente, me siento más atraído por su personalidad que por su prosa, así sea ésta una expresión de aquélla.
Alfonsina Storni tiene a su vez cosas en común con Pizarnik: argentinas, poetas, suicidas, pero también diferencias suficientes para que una me desvele y la otra me aburra. La generación de Storni, dato curioso, es inmediatamente anterior a la de Pizarnik, quien nació dos años antes de la muerte de Storni, una muerte tan romántica que inspiró la zamba triste «Alfonsina y el mar», que alguien consideró como la canción más bella del mundo, acaso en nuestro idioma, y desde entonces la gente que no piensa lo repite cual neta indiscutible, o sea, como dogma.
Alguna vez dije que los poetas suicidas son una especie en extinción. Ahora diría lo mismo de los poetas malditos, más allá de la corte de Baudelaire y Rimbaud (un interés común entre Cortázar y Pizarnik, por cierto, como la condesa Elizabeth Báthory de Ecsed, también llamada Erzsébet, cuya biografía me llevó a Pizarnik hace más de quince años).
La Maga que no fue declama su “manía de saberme ángel” con voz de fumadora, mientras hurgo en su abismo hasta donde me lo permite una mirada personal a través de los ojos desolados como heridas abiertas de las que mana un desencanto misántropo y soledad en abundancia, una especie de luz que no es reflejo, sino proyección inversa que ilumina el vacío y abarca su dimensión, una tan descomunal que desborda el pequeño cuerpo de la gran mujer. Si Pizarnik nació dos años antes del suicidio de Storni, yo nací dos años después que La Maga con la publicación de Rayuela en junio de 1963, inclusive el mismo mes. ¿Cuántas mujeres quisieron ser el entrañable personaje que hiciera enloquecer a Oliveira desde entonces? Pizarnik entre ellas, no obstante ser incomparablemente más culta o más intelectual que Lucía, madre de Rocamadour.
Tahoma, en cambio, es básicamente su cuerpo y tiene de intelectual lo que yo tengo de atleta; su perfección física parece otorgarle seguridad en que puede prescindir del pensamiento esmerado, como si una inteligencia infinitamente superior a la mía tuviera resuelta la vida, simplificando todo, reduciendo cualquier esfuerzo mental al ejercicio permanente del instinto. ¿Para qué escribir poesía, por ejemplo, si está en el aspecto erótico de la relación entre un hombre marchito y una mujer en flor?
Me aproximo a la hora en que empecé ayer, con la diferencia de que ayer había caído en la inercia del té negro y hoy tengo migraña de nuevo. Un estrépito pirotécnico alteró el sueño de Naomi, su evasión del tedio, y me recordó que no existe una especie de animal más irracional que la gente.
Los perros ladran. Naomi levanta las orejas. Tahoma juega con ellas. Me asomo a la noche que termina: Luna menguante. En Huichapan, Hidalgo, llueve otra vez.
La Maga de Cortázar que hizo enloquecer a Oliveira tiene una versión muda y desnuda en Tahoma, joven concubina de gracia infantil que rezuma sensualidad por los poros en cada movimiento, a despecho de Pizarnik, quien se creyó inspiradora del personaje y se lo dijo al autor en la cara: “La Maga soy yo”. El cronopio mayor nunca la sacó del error, pero había escrito Rayuela antes de conocerla y su musa era la intérprete alemana Edith Aron, que primero fue su amiga y después traductora de algunos de sus cuentos al alemán. La relación es bastante conocida hoy y Cortázar la decepcionaría más de una vez, primero al contraer matrimonio con Aurora Bernárdez, luego al descartar la publicación de los cuentos traducidos por ella y finalmente al preferir que fuera otro quien tradujera la novela. Aron conocería las razones del veto al ser publicada la correspondencia del escritor con su editor Francisco Porrúa, en la que parece confundir al personaje literario y su ignorancia con el real, como para seguir hiriendo el alma de la traductora, también escritora con dos libros publicados. A los 90 años de edad (nació en 1923), en el 50 aniversario de Rayuela, ella recordaba con asombrosa nitidez los detalles de un pasado que se remonta a 1950, cuando vio por primera vez al escritor de origen belga en alta mar camino a Francia, y como suele ocurrir cuando una memoria nada olvida, tampoco lo perdonaba.
Pizarnik, por su parte, se suicidó a los 36 años sin saber que no era ella La Maga, pero lo fue por la magia de su legado, una obra literaria muy basta para su edad, en la que destaca la poesía como canto de desencanto con el encanto de la melancolía. Personalmente, prefiero la oscura personalidad de Pizarnik, en parte por atracción identitaria: de la depresión aguda y los trastornos del sueño, como el insomnio, al “trastorno límite de la personalidad”, como llama la siquiatría históricamente criminal a un complejo cuadro de padecimientos incurables, a los que puso fin ella misma tragando 50 cápsulas de barbitúricos. En las últimas grabaciones de su voz, además del sentido necrófilo de sus palabras, es perceptible un decaimiento anímico, un cansancio depresivo y terminal…
Las escritoras suicidas tienen algo en común que toca fibras sensibles, valga el cliché; sus acercamientos a la más profunda locura ponen el dedo en la llaga, valga otro cliché, como asomándose al abismo por una herida abierta. Virginia Woolf, por ejemplo, comenzó a seducirme desde mi primera juventud, cuando leí en una enciclopedia que se había suicidado al percibir que perdía sus facultades mentales; el resumen no es preciso, pero precisamente por ser un resumen ocasionó un sacudimiento interior del que pasé a la curiosidad y de ahí a la fascinación, inclusive por la melancolía de su rostro, que dibujé durante años. Paradójicamente, me siento más atraído por su personalidad que por su prosa, así sea ésta una expresión de aquélla.
Alfonsina Storni tiene a su vez cosas en común con Pizarnik: argentinas, poetas, suicidas, pero también diferencias suficientes para que una me desvele y la otra me aburra. La generación de Storni, dato curioso, es inmediatamente anterior a la de Pizarnik, quien nació dos años antes de la muerte de Storni, una muerte tan romántica que inspiró la zamba triste «Alfonsina y el mar», que alguien consideró como la canción más bella del mundo, acaso en nuestro idioma, y desde entonces la gente que no piensa lo repite cual neta indiscutible, o sea, como dogma.
Alguna vez dije que los poetas suicidas son una especie en extinción. Ahora diría lo mismo de los poetas malditos, más allá de la corte de Baudelaire y Rimbaud (un interés común entre Cortázar y Pizarnik, por cierto, como la condesa Elizabeth Báthory de Ecsed, también llamada Erzsébet, cuya biografía me llevó a Pizarnik hace más de quince años).
La Maga que no fue declama su “manía de saberme ángel” con voz de fumadora, mientras hurgo en su abismo hasta donde me lo permite una mirada personal a través de los ojos desolados como heridas abiertas de las que mana un desencanto misántropo y soledad en abundancia, una especie de luz que no es reflejo, sino proyección inversa que ilumina el vacío y abarca su dimensión, una tan descomunal que desborda el pequeño cuerpo de la gran mujer. Si Pizarnik nació dos años antes del suicidio de Storni, yo nací dos años después que La Maga con la publicación de Rayuela en junio de 1963, inclusive el mismo mes. ¿Cuántas mujeres quisieron ser el entrañable personaje que hiciera enloquecer a Oliveira desde entonces? Pizarnik entre ellas, no obstante ser incomparablemente más culta o más intelectual que Lucía, madre de Rocamadour.
Tahoma, en cambio, es básicamente su cuerpo y tiene de intelectual lo que yo tengo de atleta; su perfección física parece otorgarle seguridad en que puede prescindir del pensamiento esmerado, como si una inteligencia infinitamente superior a la mía tuviera resuelta la vida, simplificando todo, reduciendo cualquier esfuerzo mental al ejercicio permanente del instinto. ¿Para qué escribir poesía, por ejemplo, si está en el aspecto erótico de la relación entre un hombre marchito y una mujer en flor?
Me aproximo a la hora en que empecé ayer, con la diferencia de que ayer había caído en la inercia del té negro y hoy tengo migraña de nuevo. Un estrépito pirotécnico alteró el sueño de Naomi, su evasión del tedio, y me recordó que no existe una especie de animal más irracional que la gente.
Los perros ladran. Naomi levanta las orejas. Tahoma juega con ellas. Me asomo a la noche que termina: Luna menguante. En Huichapan, Hidalgo, llueve otra vez.
*El título es un verso del poema «Exilio», de Alejandra Pizarnik.