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Una de vaqueros
Al final del tunel
Albino Monterrubio
Respecto al momento en que entré por la boca del túnel, la verdad es que no tengo recuerdos, ni siquiera una opinión formada. De cómo llegué allí, y de lo que había antes de la oscuridad, sí. Aunque parezca que hayan pasado varios siglos y las imágenes me lleguen veladas por jirones de niebla.
Todo empezó mientras caminaba despreocupado por un sendero que se abría paso entre un espeso bosque. Era una senda acogedora y risueña, en la que las frondosas ramas de los árboles que crecían a sus flancos me protegían de los rayos del sol. De vez en cuando, me cruzaba con gente, y nos parábamos a departir amigablemente acerca de las vicisitudes del camino, el tiempo o los quehaceres cotidianos. En otras ocasiones, me detenía a oler una flor o acariciar la hierba, que se ofrecía al tacto suave y fresca.
Todo empezó mientras caminaba despreocupado por un sendero que se abría paso entre un espeso bosque. Era una senda acogedora y risueña, en la que las frondosas ramas de los árboles que crecían a sus flancos me protegían de los rayos del sol. De vez en cuando, me cruzaba con gente, y nos parábamos a departir amigablemente acerca de las vicisitudes del camino, el tiempo o los quehaceres cotidianos. En otras ocasiones, me detenía a oler una flor o acariciar la hierba, que se ofrecía al tacto suave y fresca.
Ultima voluntad
José Luis Hernández Castellanos
Pidió que le dejasen enjuagar la boca con un poco de vino, con tan sólo cruzar el umbral de la puerta. Sudado, y muy sorprendido por lo que acabó de hacer, se sentó a la mesa, la que estaba pegada al vidrio y desde donde se veía la plaza adoquinada repleta de gente caminando de un lugar a otro. Sus ojos no miraban más que a sus adentros, aunque, físicamente, los tenía saltones, enfilados a la madera barnizada del tablero cuadrado. El mesero, al verlo en ese notable estado de turbación, se dirigió a él con poca ceremonia porque lo conocía.
––A ver, Juan Ramón, que estáis de hostia ––le dijo––. ¿Vais a beber algo?
Al principio no atinó a deletrear cada una de las palabras del amigo. Su mente, perdida en el espacio ajeno, sólo estuvo atenta a los hechos ocurridos apenas veinte minutos antes; y no lo podía creer, habiendo sido él un hombre de bien beneficiado por la donosura de Dios, según su postura de fe.
––A ver, Juan Ramón, que estáis de hostia ––le dijo––. ¿Vais a beber algo?
Al principio no atinó a deletrear cada una de las palabras del amigo. Su mente, perdida en el espacio ajeno, sólo estuvo atenta a los hechos ocurridos apenas veinte minutos antes; y no lo podía creer, habiendo sido él un hombre de bien beneficiado por la donosura de Dios, según su postura de fe.
Éxodo frío
Igor Rodtem
El pequeño alienígena mandó la señal a la lejana nave nodriza, a través de un canal estable, antes de que la escasa energía de su propia cosmonave se extinguiera por completo. El mensaje llegaría casi de forma instantánea, saltando de cuerda a cuerda a nivel cuántico, desplazándose incluso a lo largo de diferentes dimensiones, y atravesando finalmente cerca de setenta millones de años-luz hasta su receptor. Su vehículo monoplaza agonizaba ya antes de acercarse al planeta, desgastado por el duro y dilatado viaje interestelar, y la violenta entrada en la atmósfera lo había dejado definitivamente inservible. El ser extraterrestre estaba además ciego desde hacía tiempo, después de acercarse imprudentemente a Próxima Centauri, una de las tres estrellas del sistema Alfa Centauri, cuando tan solo intentaba hacer una pausa en su periplo, dirigiéndose a un pequeño planeta de dicho sistema, una de las preciadas fuentes de agua en la galaxia. Pagó un precio caro pero sin el líquido elemento no habría durado mucho más en su tortuosa odisea.
La soledad de un pueblo
Nuria de Espinosa
El viejo autor evocaba su infancia en sus conferencias. Sus primeras obras literarias que hablaban sobre la vida en el campo, los olivos; los aperos de labranza y hierro forjado; en realidad, su propia infancia rodeada de labriegos arando y cultivando la tierra. Explicaba sus recuerdos emocionado: “las mujeres bajo el techado del porche tejiendo al amparo del sofocante calor. Y como al anochecer la plaza del pueblo se llenaba de mujeres charlando tranquilamente, mientras los esposos jugaban una partida de cartas en la taberna y los niños correteaban alrededor de la fuente jugando al pilla-pilla” Añoraba aquellos días y el sosiego del pueblo. Las grandes urbes, decía: son un enorme altavoz del claxon de los coches, botellones, peleas, tráfico y la música de los que tampoco respetan el sueño de los demás.
Por ese motivo no dejó el pueblo. Se sentía un poco triste porque ya quedaban apenas una docena de habitantes y estaba convencido que cuando a todos les llegue la hora de dejar este mundo; el pueblo morirá con ellos. Las conferencias suponían para él, una manera de concienciar a los jóvenes.
Por ese motivo no dejó el pueblo. Se sentía un poco triste porque ya quedaban apenas una docena de habitantes y estaba convencido que cuando a todos les llegue la hora de dejar este mundo; el pueblo morirá con ellos. Las conferencias suponían para él, una manera de concienciar a los jóvenes.
La acequia roja
Plácido Romero
Alguien pasó corriendo por encima de nuestras cabezas.
–¡Se acercan, se acercan! –nos gritó–. Llegarán pronto. ¡Preparaos!
Durante unos instantes sólo escuchamos el lejano ruido de motores. Después, nada. Comprobé a tientas el fusil. Acaricié el cerrojo, que la noche anterior había engrasado otra vez. Me aseguré que las balas seguían en la bolsa que colgaba de mi cuello. Haddu me había asegurado que tendría suficientes.
–Cuando se te acaben, coge las de los isbaníes –me había aconsejado un melalí.
El hoyo era tan pequeño que no podía hacer el más mínimo movimiento sin sentir el cuerpo de Abdelkader a mi lado. Noté que estaba temblado. Los dos temblábamos. Atrás había quedado nuestra fanfarronería. Quise hablarle algo, pero Haddu nos había dicho que teníamos que estar en completo silencio. Se estaban acercando, avanzaban por el lecho seco de la acequia.
–¡Se acercan, se acercan! –nos gritó–. Llegarán pronto. ¡Preparaos!
Durante unos instantes sólo escuchamos el lejano ruido de motores. Después, nada. Comprobé a tientas el fusil. Acaricié el cerrojo, que la noche anterior había engrasado otra vez. Me aseguré que las balas seguían en la bolsa que colgaba de mi cuello. Haddu me había asegurado que tendría suficientes.
–Cuando se te acaben, coge las de los isbaníes –me había aconsejado un melalí.
El hoyo era tan pequeño que no podía hacer el más mínimo movimiento sin sentir el cuerpo de Abdelkader a mi lado. Noté que estaba temblado. Los dos temblábamos. Atrás había quedado nuestra fanfarronería. Quise hablarle algo, pero Haddu nos había dicho que teníamos que estar en completo silencio. Se estaban acercando, avanzaban por el lecho seco de la acequia.
Webinario
Héctor Manuel Tosca Soriano
Como en un sueño al tercer día participas. Una fiebre disertadora dibuja un auditorio remoto con rostros frente a las pantallas de las computadoras. Te sientes con una erudición que desemboca caudalosa en el mar de tiempo encharcado, sin orillas, sin un principio y fin que limite. Es como un aljibe al que no le ves el fondo, un abismo sin asideros para la razón. Ya estábamos advertidos. El doctor Melgar lo había explicado detalladamente. Doce meses en observación en el Instituto Nacional de Nefrología avalaban muy bien el pronóstico para el obligado confinamiento. Lo que no conocíamos con precisión era la magnitud de tu extravío.
En la casa buscas la mejor pared, para no recurrir a fondos virtuales que solo pondrían de manifiesto el deterioro de la casa que no se ha pintado hace cinco años. Del brillo de la pintura acrílica satinada nada queda y en su lugar, en la habitación están las rayas de lápices de colores, por toda la sala las huellas de manos pequeñas y junto a la puerta las manchas de unos tenis.
En la casa buscas la mejor pared, para no recurrir a fondos virtuales que solo pondrían de manifiesto el deterioro de la casa que no se ha pintado hace cinco años. Del brillo de la pintura acrílica satinada nada queda y en su lugar, en la habitación están las rayas de lápices de colores, por toda la sala las huellas de manos pequeñas y junto a la puerta las manchas de unos tenis.
Rex tremenda majestatis
Enrique González Rojo Arthur
Hay gente que carece de imaginación para dar nombre a su perro. Y este “bautizo” revela tanto el carácter de la persona, que no dudo en proclamar “dime qué nombre le diste a tu mascota y te diré quién eres”. El mastín del que voy hablar en este escrito cargaba, con toda la paciencia del mundo, el apelativo de… ¡Rex! Pobre perro, ni modo. Los lugares comunes nos están acechando continuamente y, si nos descuidamos, se nos meten hasta la tinta roja de las venas. El dueño de Rex era un hombre de tantos que tenía la imaginación maniatada bajo la frente y sin decir “oye mundo, esta boca es mía”.
Pero Rex era algo muy diferente. Y así como hay mujeres y hombres que se salen de lo común, se codean con los dioses y no podemos dejar de reconocer su genialidad, hay canes fuera de serie, que viven en la adorada perrera de lo excepcional, miren ustedes: Rex tenía lo que suele llamarse “oído absoluto” o sea que sabía localizar la altura de los sonidos con precisión matemática. Si prestaba atención, podía saber que el canto del grillo estaba en Mi bemol, el croar del sapo en Si natural y la retreta de los gallos en fa sostenido menor. Aunque pasarle el micrófono a lo evidente conduce a convertir en redundante lo obvio, debo aclarar que Rex ignoraba el nombre de las notas y que todos los libros de teoría musical, armonía y contrapunto estaban para él en chino. Pero su destreza auditiva, que lo llevaba a acudir con presteza sin igual al imantador silbido de su amo, le valió ser ubicado en el cuadro de honor de la obediencia.
Pero Rex era algo muy diferente. Y así como hay mujeres y hombres que se salen de lo común, se codean con los dioses y no podemos dejar de reconocer su genialidad, hay canes fuera de serie, que viven en la adorada perrera de lo excepcional, miren ustedes: Rex tenía lo que suele llamarse “oído absoluto” o sea que sabía localizar la altura de los sonidos con precisión matemática. Si prestaba atención, podía saber que el canto del grillo estaba en Mi bemol, el croar del sapo en Si natural y la retreta de los gallos en fa sostenido menor. Aunque pasarle el micrófono a lo evidente conduce a convertir en redundante lo obvio, debo aclarar que Rex ignoraba el nombre de las notas y que todos los libros de teoría musical, armonía y contrapunto estaban para él en chino. Pero su destreza auditiva, que lo llevaba a acudir con presteza sin igual al imantador silbido de su amo, le valió ser ubicado en el cuadro de honor de la obediencia.
La muerte chiquita
Utopía
Esteban Ramírez Flores
Como duele la dicha de ese crío
a través de tus ojos anegados
por cataratas y neblina,
cuánto irrumpe con sus iris esa risa
en tus inválidos oídos,
porque arrastras los pies,
y arden,
las huellas perdidas en el parque [...]
a través de tus ojos anegados
por cataratas y neblina,
cuánto irrumpe con sus iris esa risa
en tus inválidos oídos,
porque arrastras los pies,
y arden,
las huellas perdidas en el parque [...]
La visita
Esteban Ramírez Flores
Se cuarteó mi horizonte en tus párpados menguados
y en mi pecho se abrieron zanjas repentinas
helando mis estériles alientos,
la saliva de tu boca se contrajo hacia el destino;
se inundó con silencio, con tierra,
con duda, la fe de algún reencuentro;
mis labios no pudieron capturar aquel vaho en fuga de tus poros,
mis manos te gritaron en la piel que ensordecía [...]
y en mi pecho se abrieron zanjas repentinas
helando mis estériles alientos,
la saliva de tu boca se contrajo hacia el destino;
se inundó con silencio, con tierra,
con duda, la fe de algún reencuentro;
mis labios no pudieron capturar aquel vaho en fuga de tus poros,
mis manos te gritaron en la piel que ensordecía [...]
A prueba y error
La triste cebolla
Fausto Leyva
¿Con todo, güero? Me resulta muy incómodo responder públicamente a esta pregunta, pues dentro de las sagradas tradiciones de la comida mexicana y otras barbaridades, uno debe hacer frente a cuanta circunstancia se le presente y aceptar lo que vengan sin negativa alguna, no echar un solo paso atrás, dirían los viejos adagios, prohibido rajarse. Y la verdad es: que no me gusta la cebolla, la detesto, me provoca las peores arcadas que he sentido en mi vida, ni en un estado grave de intoxicación alcohólica he sentido tal furia del vómito como cuando muerdo un pequeño pedazo de cebolla.
Esta plantita, conocida científicamente como allium cepa, venida desde la lejana y antigua Asia e impuesta por los españoles durante la conquista en Latinoamérica —quizá por eso mi renuencia a dicha herbácea—, ha sido incluida en casi toda la comida mexicana. Difícilmente uno se puede imaginar algún guisado que no contenga cebolla, pues está presente hasta en los dulces, no miento: cierto restaurante vegano ofrece un pastel de zanahoria con cebolla caramelizada. Ahí la tragedia de quienes no podemos ni queremos comer cebolla, ni un pastel nos lo pueden dejar en paz.
Esta plantita, conocida científicamente como allium cepa, venida desde la lejana y antigua Asia e impuesta por los españoles durante la conquista en Latinoamérica —quizá por eso mi renuencia a dicha herbácea—, ha sido incluida en casi toda la comida mexicana. Difícilmente uno se puede imaginar algún guisado que no contenga cebolla, pues está presente hasta en los dulces, no miento: cierto restaurante vegano ofrece un pastel de zanahoria con cebolla caramelizada. Ahí la tragedia de quienes no podemos ni queremos comer cebolla, ni un pastel nos lo pueden dejar en paz.